Ayer me mordió de nuevo. Como nunca antes conservé la serenidad, pues justo en ese momento me llegó una completa certeza: se trataba de un comportamiento que había sobrepuesto a lo esporádico y caprichoso en sus frecuencias una regularidad medible, verificable. El proceso, en la actualidad, comienza hacia el jueves o viernes, cuando los síntomas hacen su discreta aparición. La pupila se dilate o contrae sin relación alguna con las condiciones lumínicas del momento. La amabilidad que traía desde el comienzo de la semana emana una especie de hálito de ciervo en alerta. Las maderas de la casa empiezan a sufrir contenidos rasguños, disimulados entre el estropicio de los ruidos de la ciudad. En la calmada respiración, como un frustrado ronroneo, apenas perceptible. Todo culmina el sábado en la noche, a más tardar el domingo en tempranas horas. La víctima (esto lo digo desde mi juicioso ejercicio de auto-observación) respira una honda calma, una gran confianza, de manera que el ataq...