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Mostrando entradas de agosto, 2011

Traspapelados: Tres memorias.

MEMORIA DE LAS COMIDAS Nunca he podido comer despacio. Mi comadre, que Dios guarde, siempre me mira mal por encima la mesa. Salta su mirada, atraviesa el salero y el tenedor, rodea la cuchara y el tarro de azúcar, husmea un momento el plato de huevos fritos y el desportillado pocillo de café, y todo lo arrastra tras sí, como huracán, esa mirada. Esa mirada hinca en mi mejilla los cubiertos y levanta la carne, deja caer la sal del salero en la dermis rosada y veteada de punticos rojos, asalta los ojos con las cucharillas y los revuelve con los huevos, y vierte el café en mi pobre nariz, dejándola sin respiro. Nunca he podido comer despacio. Cierra los ojos mi mujer, y ya sin mirarme, un silencio súbito que aletea noche entre mis dientes y sepulcro en mi lengua. Las que eran salchichas dichosas se sacuden como gusanos horadando mi faringe en busca de oscuros universos y el aceite de la hiel flota sobre la mesa redonda de trajines no contados.

Crónica de Tomás Dídimo

En aquel tiempo, Lázaro había muerto. El dolor fue grande para todos, y en especial para el Maestro, por cuento aquel hijo de hombre había sido su gran amigo, y así también lo era toda su familia. La tarde en la que él se enteró, nos dijo con voz oscura: “Lázaro se ha dormido”. Ninguno de mis compañeros quiso entender la delicadeza de su pesar. Aclaró con dureza: “Ha muerto”. Yo, que también le conocí y gocé de su hospitalidad, declaré con un nudo en la garganta: “Vamos también nosotros, para morir con él”. Junto a sus parientes le lloramos. Para escándalo de muchos, el Maestro lloró y gimoteó, más que nadie, como si fuera una mujer. Mis compañeros se avergonzaban, pero Jesús no tenía reparo en mostrar su dolor. “¡Lázaro, ven!”, gritaba. El tiempo pasó, y al Maestro lo mataron. Cada uno fue a lo suyo, según le dictaba el corazón. Yo preferí seguir llorando con las viudas de los crucificados, en tanto mis antiguos compañeros hablaban de visiones, algunos, y otros se dedicaban al of

Traspapelados: Trazos varios.

De un ángel, en alguna calle. 1. Ángel de piedra, Ángel de luz, Ángel de cartón. Ángel roto. 2. El ángel de piedra guarda las formas sobre un océano pétreo cuya turbulencia de seres ya no le miran. Ahora así, ángel gris y sucio, en la esquina de la cúpula sin tiempo de mirada muerta y excremento de paloma que le anida, donde rueda el viento y la lluvia de la pared crece y se adivina el ventanal roto en la telaraña. Permanece impávido allí, oculto, mirada de piedra hacia rumores olvidados con su oscuro lamento haciendo de ángel. De otro ángel. Ángel agobiado, sin dolor pero lacerado, deseando hundir una espada que no tiene, y sin saber a quién. Así despojado, ¿a dónde te arrojarás? De otro ángel. 1. cuántos ruidos afuera habrá desde el palpitar inaudible de la estrella hasta el entrechocar de las piernas de la cigarra cuántas palabras ahora se gastan que así también palpitan o entrechocan. atroz, me pregunto por el fuego

Traspapelados: Tres evocaciones.

A LA MUERTE DE PAULA (2004) Esta piedra ya nadie la ve, como tú la viste,con esos ojos con los que la viste ahora que ya están muertos. A LA MUERTE DE JUAN PABLO PEÑA. Caminando lustros y centurias venía Juan Pablo cara al viento con la sonrisa fresca de patios, una cerveza en Atalaya, comentario de Sevilla, la broma del día y la voz que creyó oír de Dios. Encrespado pelo que encerraba abrazos venía Juan Pablo cara al viento, lenguas destempladas sus zapatos de cordones dicharacheros de acordeón. De un llano a otro la alegría o la tristeza que no acaban el simple silencio de su muerte. A LA MUERTE DE MI PADRE (Mayo 28 de 2003). 1. Ha muerto mi padre como todos los padres han de morir un día. En Cúcuta, las calles que caminé emergen desconocidas en mi olvido, pero ahora estoy lejos y ha muerto mi padre. Entre los silencios (pienso ahora) hubiera querido preguntar sus pasos que jamás conocí. No supe cómo. Pero

Crónica de un hombre caminando en una cornisa

Se trata de una cornisa de aproximadamente tres metros de largo. Por sobre ella, de un extremo a otro y fumando un cigarrillo, con lentitud, camina un hombre. En ese justo momento, su caminar no es problema, porque el momento podría ser uno muy diferente al que en principio se piensa. La cornisa no sería estrictamente una cornisa. Podría ser el borde de una matera de cemento en la parte exterior del edificio, alzándose a menos de medio metro del suelo. A nadie le molestaría su caminar: a lo sumo, indiferencia o curiosidad, llamado de atención cívico, e incluso de parte de alguna buena alma, preocupación material por un buen golpe o lastimadura en el tobillo. El momento podría ser otro, sin embargo: quizás fuera la cornisa de un segundo o tercer piso. Si esto fuera así, nadie temería su muerte aunque sí una peligrosa contusión. No habría indiferencia, pues entra a jugar la ancestral compasión y la arraigada opinión que cornisa de segundo o tercer piso siempre será un potencial peligr

Crónica del furor del día.

Despertó la mañana con su hondísimo furor. Cada carga, en su desmedida dosis, con pasmo de coles hervidas, de aromas demasiado terrestres para ser admitidos en la textura del mundo, se derramó con las volutas de los cotidianos inciensos del agua hervida y las plegarias anhelantes que deseaban despedir la muerte y la desgracia. Nadie lo supo. Nadie lo sabría. Cada rincón en la piel se creyó protegido del anhelante erizo que espera en el fondo del mar el reposo inmisericorde del olvido, de los papeles con sus negras lápidas ya apagadas en las inútiles danzas de los sueños. Todos abrieron los ojos, las ventanas, la pasión de sus pieles, a la engañosa luz que les incitaba a la vieja ceremonia. Las sábanas fenecieron de mortaja, al ser abandonadas -ilusamente- por los gavieros que pensaban que otro era su oficio, que algún día sus pasos contendrían la dureza del mármol o el avance del destrozo de las maderas y la humedad ciega. Cada orificio, desde su más tierna putrefacción, exhaló

Crónica breve

Miríadas de pasos formando el murmullo con el cual se han inquietado las criaturas subterráneas. Reciben de ellos los excrementos, y sienten sobre sus espaldas el creciente peso de las ciudades. Abajo, por supuesto, no hay conciencia: apenas la exultante inquietud que precede al desastre tan largamente aplazado.

Crónica sobre la proliferación de las moscas

Dedicado a la población de Roldanillo, Valle del Cauca . Los primeros en advertirlo fueron algunos grupos radicales ecologistas. Los humanos, con su modo de vida centrado en la urbe, el hiperconsumo y la ciber-erótica virtual, perdieron la capacidad de levantar la mano con un manojo de papeles cualquiera, o de alcanzar el hoy en desuso “matamoscas”. Al rompimiento del delicado equilibrio biótico, los pequeños animalillos se vieron en absoluta libertad reproductiva, perdiendo también el miedo ancestral a retirarse de sus oscuros escondrijos. La nube de moscas avanzó sobre la ciudad. La preocupación por tales acontecimientos era calificada como ataques al régimen o falta de confianza en las instituciones. No fueron pocos los militantes anti-moscas que perdieron su vida o su salud mental por efecto de la acción de los comandos anti-motines. Las cifras alarmantes de la invasión eran maquilladas o escondidas, y aún los detentores del poder, sabiendo de su falsedad, en su íntima concien

Crónica de una línea

Corre una línea. Aunque, para mayor exactitud, habría que decir que está trazada. Pero aún esto acusa imprecisión: se trata, apenas, del límite de un tablón rectangular de madera, acomodado en el piso de una habitación cualquiera, junto a otros, formando una bonita decoración. Ahora bien, lo que complica el asunto y que quizás da origen a esta crónica, es que la línea (o como quiera que se le llame) piensa que corre. Por lo que hemos podido dilucidar de las antiguas crónicas, se concibe en su conciencia como un elegante trazo; ella jamás admitiría su condición funcional de limitar un lado del tablón, y mucho menos el ser una abstracción entre dos puntos igualmente arbitrarios. No: ella es una línea , tan singular que piensa capaz de distinguirse de tantas otras y anónimas, que le acompañan en los dibujos trazados por aquel salón. Por demás, se observa que las líneas vecinas que le acompañan no poseen conciencia de línea. Mucho menos se interesan o se han interesado –y previsible

Crónica de una cabalgata

Entre el blanco y el verde emerge, para atravesar el galope en la carrilera. Al paso va desgranando la piel, cuyos jirones quedan agarrados entre las verticales de los gusanos que han levantado molinos. El ansia de hambre y aleteo alcanza a los reptiles. Gracias a su piel ausente, el cuerpo se deslíe con la llovizna. A lo lejos, en el Omega, una grieta traduce lo que un año después será anunciado en luces de neón. Se trasmutan el relincho y el bufeo entre las teclas de la máquina de escribir, ahora fronteriza, goteando hacia el cierzo fragmentos de intestino. Una cohorte matrimonial aplaude a su paso el camino de excremento que aspira a la dignidad del incienso. Se suponía un rito sinaítico, pero el caballo decide continuar. No importa que los anillos imperiales hayan perforado sus patas, pues es abundante la vegetación de ojos picoteados por ascensores, y giran las torres con orejas y dientes por eje. Decisión afortunada: se entreteje la quejumbre, y el moho acontece.

Crónica de un patriarca judío

No lo entiendo. Mi hijo es hijo mío, así como yo lo fui de mi padre, y él de mi abuelo. Hemos sido vecinos toda la vida, y no es necesario repetirte nombres que ya conoces. Tampoco te haré memoria de los nombres del padre del padre de mi padre, ni de los padres de él, ni de la innumerable progenie que nos antecedió. O eran los mismos nuestros, o ya se perdieron, pero no importa: como tú, como yo, todos fueron campesinos, y nunca hicieron nada memorable más que la hazaña de sobrevivir al día anterior. Y no te recordaré lo que tú y ellos y nosotros siempre hemos sabido: somos hijos de David, hijos de Adán, hijos de Dios. Dime entonces: ¿qué me importa a mí que ese muchacho sea hijo de mujer, o de otra? Es lo de menos, y aunque no sea así, es algo por lo que ni siquiera hay que discutir. ¿Y por qué tengo que enredarme con eso de que fue concebido por el Espíritu Santo? ¿Acaso hizo algo extraordinario? ¿Qué hazaña tiene caminar en esta tierra, desde siempre y para siempre, como todos nu

Crónica de Tersites

No importa ya la cuenta de los días ni de las noches. Tampoco las disputas de los dioses. Tersites, recostado en tierra y regalando a ella su roja sangre, mira al que le auxilia y saborea su impotente esfuerzo. Cerca está el bramor de los guerreros, y por sobre ellos, los chillidos de las gaviotas atentos a los pedazos que el veloz bronce les ofrece como festín. Termina la ira de Tersites, su atrevimiento, su tristeza, su resignación. Adivina, entre la mirada que se le nubla, que todo volverá. Con el último aliento, sujeta a su auxiliador: “No me olvides, Homero”.

Traspapelados (1): Sin título

Traspapelar: Confundir, perder un papel entre otros, haciendo perder el lugar o colocación que tenía. // Perder o colocar en sitio equivocado cualquier otra cosa. *** La precisa lluvia. Se alza brisa opaca como espejo en silencio en espera de la huella que atente contra lo inevitable de su tiempo. *** Pregunta el monje, pregunta el filósofo, pregunta el siquiatra, pregunta el hermeneuta. Por la puerta de atrás huye la parábola y se emborracha y goza en los márgenes de la ciudad. *** Sobre la piel el aguacero violento de signos y sentidos. Busca refugio. Sécate, sentado y en comida frente al fuego. Deja venir al sueño y allí en el intervalo oscuro encuentra tu piel. *** Cabalga el caballo gris. Los montes reciben su galope el el último latigazo de luz que inútilmente procuran detener las sombras.

Crónica de la Mujer y El Cadáver

Era una mujer que estaba enterrando a un muerto. Sólo sabemos que quien yacía en tierra era alguien muy apreciado por ella. Y había muerto. «Me duele dejarte aquí. Y no sabes cuánto. Pero ahora que estás muerto, debo seguir mi camino, empezar mi duelo», murmuraba la mujer. Alzó la vista hacia el horizonte de gris ceniza, y con gesto resignado, dio media vuelta para empezar a alejarse. «¡Eh!», alzó la voz el cadáver. «¿Por qué te vas?». La mujer lo miró, directo a sus apagados ojos. Sintió, adentro, como un deseo de alzarlo, como una necesidad de sentir que no estaba muerto. «Lo siento», le dijo, «pero debo dejarte. Estás muerto». «¡Cómo se te ocurre, mujer!», reclamó el cadáver. «Tú eres la que me quiere muerto, pero no lo estoy. En serio. No tengas miedo, y llévame. Volveremos a caminar por los caminos que te enseñé, y dejarás tu necedad. No estoy muerto». La mujer negó con la cabeza. «Sí que lo estás, y no sabes cuánto quisiera que no fuera así. Per

Crónica de un Teólogo

Con vehemencia atrevida pero con sumo cuidado, el escriba levanta magníficos bloques. Poco a poco forja la sólida forma. Entre los intersticios se apelmazan los fragmentos para la eternidad. La ceniza volcánica proporciona firmeza a las junturas, componiendo la nueva substancia que rechazará lluvias, humedades, yerbajos. Días, semanas, años. Envejecido, el escriba admira su Obra, y muere. Un campesino le mira con indiferencia. Por sobre el cadáver postrado en la tierra oscura, adivina el titilar débil de las estrellas, el rumor del mundo y de los gusanos, y la lámpara encendida de una vieja choza donde le espera su mujer.

Crónica de un Proceso Judicial

Estaba el puño escondido. Del cuándo no se supo: tan sólo que ahora eriza. Pierde sueño, peligro y sangre late, cansancio de púas abandonado que resiste su retirada. El alguna vez como acontecer cansino se alza pétreo, se hace cielo, horizonte final, verticalidad absoluta y muda. El anhelo del verdor vuélvese un apenas.