Corre una línea. Aunque, para mayor exactitud, habría que decir que está trazada. Pero aún esto acusa imprecisión: se trata, apenas, del límite de un tablón rectangular de madera, acomodado en el piso de una habitación cualquiera, junto a otros, formando una bonita decoración.
Ahora bien, lo que complica el asunto y que quizás da origen a esta crónica, es que la línea (o como quiera que se le llame) piensa que corre. Por lo que hemos podido dilucidar de las antiguas crónicas, se concibe en su conciencia como un elegante trazo; ella jamás admitiría su condición funcional de limitar un lado del tablón, y mucho menos el ser una abstracción entre dos puntos igualmente arbitrarios. No: ella es una línea, tan singular que piensa capaz de distinguirse de tantas otras y anónimas, que le acompañan en los dibujos trazados por aquel salón.
Por demás, se observa que las líneas vecinas que le acompañan no poseen conciencia de línea. Mucho menos se interesan o se han interesado –y previsible que nunca lo harán– por las veleidades de ser-ahí de su vecina. Ventaja tendría esto, pero también desgracias. En efecto, en cuanto la línea se supo línea, empezó la existencia del tiempo.
Lo primero fue gozar de su yo recién descubierto, sin término o principio; se supo eterna, recta, siendo fin en sí misma, sola ella. Pero algún tiempo después, como un gigante dormido dióse la vuelta y se enfrentó a un ahogo: tal como ella, deberían existir otras como ella. Era necesidad postular tal existencia, y como ella, debieron de existir desde entonces y hasta entonces. Lo trágico es que no había manera de sentirlo, pues seguramente –si, como ella, también se pensaban línea–, su veleidad les llevaba a ser tan sólo línea, rectitud, paralelismo. El silencio y esa eterna frontera en soledad, era lo único posible.
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