Se trata de una cornisa de aproximadamente tres metros de largo. Por sobre ella, de un extremo a otro y fumando un cigarrillo, con lentitud, camina un hombre.
En ese justo momento, su caminar no es problema, porque el momento podría ser uno muy diferente al que en principio se piensa. La cornisa no sería estrictamente una cornisa. Podría ser el borde de una matera de cemento en la parte exterior del edificio, alzándose a menos de medio metro del suelo. A nadie le molestaría su caminar: a lo sumo, indiferencia o curiosidad, llamado de atención cívico, e incluso de parte de alguna buena alma, preocupación material por un buen golpe o lastimadura en el tobillo. El momento podría ser otro, sin embargo: quizás fuera la cornisa de un segundo o tercer piso. Si esto fuera así, nadie temería su muerte aunque sí una peligrosa contusión. No habría indiferencia, pues entra a jugar la ancestral compasión y la arraigada opinión que cornisa de segundo o tercer piso siempre será un potencial peligro para cualquier caminante. Quizás el momento pueda ser uno más alto. Un quinto, un sexto, o un décimo piso. Ya no habría compasión o afán. Tan solo histeria. Sería inevitable: se trata de un suicidio, pues por lógica razonable nadie que esté en su sano juicio camina de un lado a otro por tal cornisa, vestido desde nuestras decencias. Las cornisas altas de nuestras ciudades son apenas funcionales a nuestra vaga estética, no al fumar de un cigarrillo.
Pero, en verdad, no sabemos cuál sea este momento. Sólo se sabe que está allí, fumando y caminando, indiferente al murmullo que gira alrededor, sabiendo que nadie, sea lo que sea que piense, nadie pregunta por lo que habita en su pecho.
Comentarios