No lo entiendo. Mi hijo es hijo mío, así como yo lo fui de mi padre, y él de mi abuelo. Hemos sido vecinos toda la vida, y no es necesario repetirte nombres que ya conoces. Tampoco te haré memoria de los nombres del padre del padre de mi padre, ni de los padres de él, ni de la innumerable progenie que nos antecedió. O eran los mismos nuestros, o ya se perdieron, pero no importa: como tú, como yo, todos fueron campesinos, y nunca hicieron nada memorable más que la hazaña de sobrevivir al día anterior. Y no te recordaré lo que tú y ellos y nosotros siempre hemos sabido: somos hijos de David, hijos de Adán, hijos de Dios.
Dime entonces: ¿qué me importa a mí que ese muchacho sea hijo de mujer, o de otra? Es lo de menos, y aunque no sea así, es algo por lo que ni siquiera hay que discutir. ¿Y por qué tengo que enredarme con eso de que fue concebido por el Espíritu Santo? ¿Acaso hizo algo extraordinario? ¿Qué hazaña tiene caminar en esta tierra, desde siempre y para siempre, como todos nuestros vecinos? Por favor: mejor piensa dónde pones tu corazón.
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