Despertó la mañana con su hondísimo furor. Cada carga, en su desmedida dosis, con pasmo de coles hervidas, de aromas demasiado terrestres para ser admitidos en la textura del mundo, se derramó con las volutas de los cotidianos inciensos del agua hervida y las plegarias anhelantes que deseaban despedir la muerte y la desgracia.
Nadie lo supo. Nadie lo sabría. Cada rincón en la piel se creyó protegido del anhelante erizo que espera en el fondo del mar el reposo inmisericorde del olvido, de los papeles con sus negras lápidas ya apagadas en las inútiles danzas de los sueños.
Todos abrieron los ojos, las ventanas, la pasión de sus pieles, a la engañosa luz que les incitaba a la vieja ceremonia. Las sábanas fenecieron de mortaja, al ser abandonadas -ilusamente- por los gavieros que pensaban que otro era su oficio, que algún día sus pasos contendrían la dureza del mármol o el avance del destrozo de las maderas y la humedad ciega.
Cada orificio, desde su más tierna putrefacción, exhaló su concreta materia para desconcierto de las hormigas. Lo destinado al velorio ascendió para cubrir la piel, y se hizo duro viento, primera mascarada y muralla para el aguante de los metálicos vahos de los cruces en los caminos, para la traición de la sábila y del arnés, y para la injuria diaria del iluso trastocado en mísero dios detrás de sus máquinas y escritorios.
Por fin, habiendo bebido el frágil elíxir de los árboles centenarios, cada uno salió a cumplir la vieja e inconsistente orden, con su aliento de pájaro engañado. Cada uno, apenas ángel con cabeza de alfiler, orinando en la orilla del mar, quizás pensando que aquella su micción sería la espesa fruta que congelaría la desgracia. Unos cuantos -tan pocos, tan desdichadamente arrastrados por la condena de los entusiastas- alcanzaron a percibir la calidez efímera de sus pies salpicados y el rumor hondo, ronroneo de fiera acechante e insatisfecha.
Inútil aquí, siempre, la labor del escriba. Como una enramada imposible de dibujar, cada tormenta en su grano de arena, escaleras y lazos conformaron el éxtasis de la liturgia. Luego fue la brava tarde, que contoneó inmisericorde la lenta masa de las pinturas y los cauchos, el semen y las sangres, las oscuras palabras que se detuvieron detrás de las encías para empozar la ceniza de lo oscuro, el empalidecimiento de las torres con tanto orgullo construidas, la vegetación que creció en las axilas, el campanario ya ronco con las minúsculas grietas anunciando -como tímidos heraldos hechos de moco infantil- su silencioso e ineludible derrumbe.
Poco a poco, con la seguridad con que los elefantes marinos se arrastran a sus playas para el apareo, y a pesar, por supuesto, de sus alaridos infames y excitados, fueron a caer de nuevo en sus cuevas, desenvolviendo las madejas como si de esperar un marido se tratara. Pero no. Tan solo era algo más obvio, y más atroz. El breve descanso del rito.
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