1. La primera taza de café, justo antes de comenzar la mañana. Gemelas siamesas entrelazadas, esa taza y esa mañana. En la penumbra, el abuelo encendiendo los fogones para iniciar el origen, como en tantas otras madrugadas cuya presencia jamás vas a palpar de nuevo. El hágase del tiempo primigenio se encarna en los pasos lentos de los morrocoyes del patio de adentro, para apacentar el poco antes del resplandor que alzará entremezclados en copas de tumultuoso follaje, el primer alborozo de pájaros y las claridades mensajeras del primer calor. El agua hierve y reposa enseguida. Con ella y en ella, se sosiega el polvo del café, y fluye luego a cuatro pequeños pocillos para alzarse de ellos con su oloroso vaho, esparciendo su aroma por toda la casa como la cal que con cuidado esparce sobre las espesas paredes el viejo obrero que cada año las recompone, y aún un poco más allá, hasta la carrilera que saluda a la verja principal y conserva el paso invisible de los cuatro vecinos que ya han
Las citas las tomo de: Ruth Behar, Cuéntame algo, aunque sea una mentira: Las historias de la comadre Esperanza. FCE, México, 2009. (...) El otro dice, ¿qué te voy a platicar? Y uno le contesta: pues platícame algo, aunque sea una mentira. Porque uno de por sí es feo. Y luego, si uno está haciendo mala cara, es peor. Para no estar uno serio, no estar tan feo, es mejor platicar una mentira y reirse un poco. (p.26) (...) En la cocina pintada de color verde hierbabuena, Esperanza me recordó que las historias son para ser contadas en la noche, por el puro placer de llenar el tiempo. Me hizo recuperar la fe en el poder de las historias para crear vínculos entre desconocidos, para sanar las heridas, para cruzar las fronteras, para transformar el desespero en esperanza, para encantar al desencantado. (p.34) (...) Esa es una gran lección antropológica que me enseñó: no podemos vivir sin historias. Nuestra necesidad de ellas es tan grande, tan intensa, tan esencial, que perderíamos nuestra con