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Arriba, abajo

 1.
La primera taza de café, justo antes de comenzar la mañana.
Gemelas siamesas entrelazadas, esa taza y esa mañana. En la penumbra, el abuelo encendiendo los fogones para iniciar el origen, como en tantas otras madrugadas cuya presencia jamás vas a palpar de nuevo. El hágase del tiempo primigenio se encarna en los pasos lentos de los morrocoyes del patio de adentro, para apacentar el poco antes del resplandor que alzará entremezclados en copas de tumultuoso follaje, el primer alborozo de pájaros y las claridades mensajeras del primer calor. El agua hierve y reposa enseguida. Con ella y en ella, se sosiega el polvo del café, y fluye luego a cuatro pequeños pocillos para alzarse de ellos con su oloroso vaho, esparciendo su aroma por toda la casa como la cal que con cuidado esparce sobre las espesas paredes el viejo obrero que cada año las recompone, y aún un poco más allá, hasta la carrilera que saluda a la verja principal y conserva el paso invisible de los cuatro vecinos que ya han llegado al antejardín de la tienda para oficiar, junto al abuelo, la liturgia de los días. Se ofrecen unos a otros el tabaco, la mecha pasa de mano en mano o es ofrecida, y con los primeros humos los primeros sorbos.
Como un viejo retrato de esos en blanco y negro, quedaba inaugurado el recuerdo en los seis años de la nieta, testigo insomne de los rumores y aromas del piso de abajo, mientras sus ojos se desperezaban a la enormidad de sus vacaciones, recibiendo, sin saberlo, los vestigios de lo interminable, justo dos años antes de las primeras ruinas de la vida.
2.
El rumor se solidifica en las muletas, zancos, escaleras, mulas, herraduras, cantinas, ropas, camiones, machetes, y se estremece con las gentes que los habitan y el tremor del tren en su primera pasada por el pueblo. Parece un caracol que va aumentando su presencia y repta por las paredes de la casa, hasta alcanzar la ventana alta de la casa, en el segundo piso donde, a pesar del sol que ya avanza al término de la mañana, aún reposa el sueño montado sobre el almacén que hace ya tiempos que inició su ajetreo. Con algo de pesar, la abuela abre los ojos y se despereza, dispuesta -tal y como lo decidió la víspera de su boda- a seguir guardando su secreto, asunto que cumplió de manera estricta, pues cuando llegaron los últimos años todo, todo, todo se le olvidó: caminar, hablar, tocar, sentir, mirar, masticar, defecar, respirar, latir. Tan simple y tan triste: si ella aceptó tomar el camino del altar con ese hombre que le llevaba por lo menos 25 años, sólo fue porque él le prometió dejarla dormir hasta tarde. Era el descanso merecido, pensaba, de sus quince años: toda una vida (así, toda-una-vida, martillando cada sílaba más que acentuándola, cada que mascullaba ante sus hijas su sordo e incomprendido rencor) madrugando en la casa de sus papás sólo porque le tocó ser la mayor, huchando los perros de la cocina y vea si hay brasa, alcanzando el lazo del ordeño, arrimando ese bulto, desgranando el maiz, ojeando pa’l camino desde el corredor avíseme si van llegando los vaqueros, cuidando los tendidos de las camas, buscando las agujas y el hilo para arreglar estas ropas, enlazando los bejucos para la escoba, saliendo atrás a recoger las moras, acunar en la canasta los huevos, aquí está la pastilla del cuajo, sacuda bien las cobijas que se llenaron de animales, traiga el escobillón y sáqueme esas telarañas de la esquina del cuarto de su papá, llevarle la mazamorra a los marranos, sacarle la teta al ternero y amarralo ahí al lado, limpie la pozeta, hoy hay carne mija, vaya y la muele, ayude a envolver los tabacos, preparar el café que hoy hay visita, recoger y lavar los trastos, las ollas, prenda la planta, los carbones más rojos se agarran con esta tenaza y con cuidado se ponen dentro de la plancha, hágale, alcance la sopa, téngame a su hermanito, a ese otro dele el jarabe y cuídele la fiebre, ponga a hervir una olla de agua y alterna con un trapo la caliente y la fría, llegó el muchacho y hay que ponerle miel en la herida y espantarle las moscas que si no le ponen huevos y ahí sí se pudre, póngase bien enterita y quédese aquí, a la derecha del cajón donde yace el angelito, y mientras las mujeres lloramos el fin del mundo y los hombres lo cargamos en nuestra ebriedad, usted procure rezar bien y completico el rosario, brille para él la luz perpetua, y si usted me acepta, si me aceptan los papás, yo le prometo que me la llevo a vivir al pueblo y le juro que no le voy a pedir nunca que madrugue. Eso sí, me ayuda en la casa y con la tienda, que me han dicho que usted es muy buena para las cuentas y para cuidar el dinero, y eso es algo en lo que necesito ayuda. Y así fue y así se cumplió: temprano subía el olor del tinto desde la planta baja de la casa junto con el rumor del tabaco y el humo de los hombres, acunando la única felicidad que pudo concebir, hasta los tiempos en que el sol que se alzaba fue el olvido de la demencia que la despertó en un hogar sin ventanales.

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