El dato: un teléfono del siglo pasado.
Hijo de dinosaurios que durante milenios fueron macerados en hornos tectónicos
que alimentaron con sus líquidos las fabulosas máquinas destinadas a borrar lo que alguna vez fue este suspiro de miradas
que alimentó alguna escritura al borde del abismo.
Ahora guarda las palabras secretas,
huellas fantasmales y entrecortadas como lazos desenhebrados por la desdicha
de ese alguien que jamás contestará al otro lado,
en tanto que de éste,
el repiqueteo recuerda el tocar de los cuervos en la ventana que por milímetros te separa de tu pesadilla.
Sigue allí, denso en su presencia vigilada por el anticuario,
anhelando la sensatez de un buzo sumergido entre sus cables y cansados metales
que recoja el vaho náufrago de las sílabas amorfas entre golpes discordantes de una voz
que ruega por ser de nuevo creada
e insuflar aliento a uno o dos segundos
del antes
del abismo.
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