Con mucho de vanidad, poco más de dos o tres meses atrás buscaba un consejo poético. Entre la información de google, los correos-e de inmediata respuesta y las responsabilidades crecientes de mi trabajo en su modo virtual, me vi desbordado, y el consejo buscado aún no se dibujaba en la pantalla de mi vieja latop.
Un viaje providencial para atender asuntos de un familiar me dio un respiro. Llegué a una casa de campo en tierra fría, con muchísima dificultad en su señal de internet. El breve y anhelado tedio me llevó al armario donde encontré algunas viejas revistas literarias, y sin buscarlo, me asaltó la página que reproducía los consejos de Tzara para hacer un poema.
Precisos, iluminados y perentorios me parecieron aquellos versos traducidos. Sin pérdida de tiempo y tijera en mano, bajé al pueblo y busqué uno de los tres locales que ofrecían servicio de internet. La niña que atendía el local empalideció. De inmediato me asignó uno de los cubículos, mientras que con discreción se aventuraba hacia la puerta de salida del local.
Con entusiasmo abrí en la pantalla la página del Diario Nacional, y de sus noticias, hice clic en la que me pareció más prometedora. Con calma primero, y luego con saña, apliqué las tijeras al cristal de la pantalla, hasta que cedió partiéndose en pedazos. La niña, que desde el quicio de la puerta me había atisbado, ahogó un grito y salió corriendo. Sospechando de su incomprensión, con rapidez recogí aquellos pedacitos de mi buen consejo, los guardé en el bolsillo de mi chaqueta, salí con rapidez y me escabullí de la calle que empezaba a murmurar su alboroto, justo antes de que por la esquina asomara la niña acompañada del Orden.
Tarde en la noche y ya descansando mi familiar, un tanto preocupado por las cortadas en mis manos que excusé con un matorral espinoso cercano, procedí a armar mi poema. Seguí con escrúpulo las instrucciones de aquel rumano, sobre quien en este momento -y debido a un creciente ardor entre mis dedos- disminuía mi aprecio. Sacudí la bolsita que había de contener las porciones de mi dicha, y las fui sacando a su propia ventura. Pero no encontré nada qué trascribir. Nada. Sólo hirientes fragmentos de nuevo juntos en un acaso sin forma, de un gris oscuro y plácido que reflejaba mi perfil astillado y desdibujado en la penumbra.
No supe qué mas hacer. Tomé aquella revista y arranqué la página donde se encontraba mi advertencia poética, haciendo con ella como una especie de cuenco, para depositar allí los trozos inútiles de la pantalla de aquel computador de pueblo. Hice una bola de papel, y acerqué la papelera. Antes de tirarla, en el arrugado impreso volví a leer, por azar, una de las líneas de lo escrito por aquel hombre como si fuera una revelación: El poema se parecerá a usted.
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