Nunca he podido comer despacio.
Mi comadre, que Dios guarde, siempre me mira mal por encima la mesa.
Salta su mirada, atraviesa el salero y el tenedor,
rodea la cuchara y el tarro de azúcar,
husmea un momento el plato de huevos fritos y el desportillado pocillo de café,
y todo lo arrastra tras sí, como huracán, esa mirada.
Esa mirada hinca en mi mejilla los cubiertos y levanta la carne,
deja caer la sal del salero en la dermis rosada y veteada de punticos rojos,
asalta los ojos con las cucharillas y los revuelve con los huevos,
y vierte el café en mi pobre nariz, dejándola sin respiro.
Nunca he podido comer despacio.
Cierra los ojos mi mujer, y ya sin mirarme, un silencio súbito
que aletea noche entre mis dientes y sepulcro en mi lengua.
Las que eran salchichas dichosas se sacuden como gusanos
horadando mi faringe en busca de oscuros universos
y el aceite de la hiel flota sobre la mesa redonda de trajines no contados.
Nunca he podido comer despacio.
Mi pequeña hija abre su boca inmensa como si fuera Leviatán,
y le tiembla la mesa y le vuela el mantel en medio del atronador
trajín de ollas y platos que en trizas se revuelven con lo servido.
Entonces, de quién sabe dónde
lo olvidado aparece.
La almohadita con la que dormí hasta los cinco años apestada con el vaho de los primeros terrores y las meadas nocturnas destrozada por mi madre con la misma tijera con la que cosió mi primer uniforme de colegio,
la vajilla que sin motivo alguno un día tiré al suelo para que me dieran juete porque ese día, quizás, haría cualquier cosa para que me prestaran atención,
ese jinete que tanto temía y que aparecía por la ventana de ese mi cuarto que daba a la calle donde los Ibarra jugaban con mis hermanos y donde aprendí cómo decir mi primer ijueputa,
el fosilizado moco que me atreví a pegar en la enagua de la señorita estela, la tía de mi padre, de edad innumerable ya entonces y lunática creyente en la bondad de sus sobrinas y sobrinos, triste inocencia de la vejez,
la zanja al lado de la casa por la que rodé por necio y un primo que me quería llevar donde las putas,
el juguete que no le acepté a mi abuela pues pensaba yo que ya era mayor para esas cosas, pero igual me la pasé todo el día con aquel regalo el mejor que me hayan dado en la vida,
y yo
en medio de ese torbellino
girando así y no encuentro mi boca para seguir comiendo.
Pero eso no importa.
Digan lo que digan y hablen lo que hablen,
me encanta comer rápido, atragantarme,
dejar que los jugos y las salsas chorreen por mis labios manchándome la ropa y las manos.
Y después de tantos años, viejo sabio, hecho de ciudad y senderos asfaltados y camas oscuras,
hablo.
Que calle la comadre,
calle la mujer,
calle la hija.
Calla tú.
En reverencia, escuchen.
Debajo de lo servido, la mesa.
No el portal que cruzó Dante, ni los francos peñones que cruzó Ulises, ni el cruce de las negras puertas del Morannon.
Tan solo tan solo la pura y simple mesa de madera madera
con sus patas abiertas y enraizadas en el mundo
que logra enervar lo puesto en ella.
Miren:
Se agita humeante y delicioso el café en límpidas ondas que se detienen al borde de la taza, unión mística, substancial, de la Gran Vaca dibujada en la bolsa de plástico y el Gran Paquete Rojo que contiene el preciado polvo oscuro.
La bolsa y el paquete los compro en la esquina, en la tienda de don Luis,
y de verdad me queda difícil pensar
que sean mágicos puertas que dan entrada a lo nutricio.
Pero yo he visto:
Yo ponía el pocillo debajo de la teta de la vaca
en las madrugadas neblinosas y frías de El Hato, o en El Caimito,
el pocillo lleno de tinto, y eso era café-con-leche, espumoso,
y sabía dónde estaba la vaca y dónde ocultos las matas del café con su pepa roja.
Miren:
Los huevos sobre la cacerola, revueltos,
la caída misteriosa del sol en el círculo metálico, pequeña estrella rodeada de nebulosa
y repartida con generosidad por el heraldo tendero
que los cobraba a ciento diez o a ciento quince (no sé cómo ahora, que ya ha muerto) o a ciento veinte,
según fuera su humor y la necesidad de ese día.
Pero yo he visto:
En el galpón oscuro entraba con su olor penetrante
y el aire se sacudía de cacareos y plumas y aroma de mierda pequeña,
mientras hundía las manos entre las pajas húmedas para rescatar el sucio
y cálido tesoro para que en la cocina chisporroteara en verdad el sol.
Miren:
Los gránulos salíferos y azúcares, pequeñas joyas principescas,
juglarescas, a su gusto señor, yodada, dietética, completa, light,
más light si desea, cuidado la tensión, cuidado la gordura,
el Ingenio tal o cual se lo agradece en nombre de la nación,
porque usted ha comprado la mejor azúcar o la mejor sal.
Pero yo he visto:
Un monte vertical, el sopor que crecía desde la madrugada,
para caminar cortado junto al trapiche donde en medio de los pailones
meter la mano a la melaza ya fría o cortar esa caña madura
para deleitar los dientes, y era la panela, y la piedra junto al fogón
que lamíamos, la sal de la tierra.
Y claro, todavía quieren que sea lento, que coma despacio,
cuando necesito arrebatar todo eso que tan frágil se me pierde.
Mis manos se vuelven galope, mis dientes horadan los viejos alimentos,
mis ojos enlazan las sobras centenarias.
Y soy feliz,
digan lo que digan,
a pesar de prudencias y miedos,
a pesar de mi comadre, mi mujer y mi hija,
a pesar.
MEMORIA DE LA MIEL.
Temblaron los ojos de Jonatán al probar la miel, esa miel que brillaba en la colmena llamándolo, y allí estuvo, sentado en medio de la tierra, en medio de la inmensa mesa planetaria, por completo ajeno a las guerras y los sabios.
Envuelto en su dulce aroma acercóse de nuevo al campamento satisfecho, aún en su lengua la memoria del momento en que la miel pegajosa entre sus manos rodaba a sus labios sin tiempo sin dios y tan sólo su cuerpo que ahora lucía como la tarde, ante la mirada temerosa de los sacerdotes que rumiaban detrás del trono a la caída de la noche.
Ante la tienda, Saúl esperaba. La batalla había sido dura. Transpiraban todavía los cuerpos fatigados, olor a sangre, cabellos revueltos, aun bebiendo en la espada. Esperaba Saúl, envuelto en tenue resplandor, antes de la oscuridad.
Se acercaba Jonatán, limpio, piel diríase bañada después de la lucha, pero con las armas olvidadas de la sangre.
Esperaba Saúl, de espaldas al sol, esperaba. Vió a su hijo caminando con los últimos reflejos de la luz Concentrados en sus labios, en sus ojos.
Habló Saúl con voz fuerte: El Señor de los Ejércitos acude en ayuda de su pueblo si el ayuno guarda para celebrar la batalla; El Señor de los Ejércitos es celoso, y todos mis preceptos has de obedecer.
Crecía Saúl en ira: veía el pecado danzando en los ojos y la lengua de su hijo, y alzó la espada para castigar a quien incumplía los preceptos del Señor de los Ejércitos.
El hijo alzó la voz. Reclamó la mirada hacia sus ojos brillantes, hacia la alegría de la tierra que tomó un poco de miel. En esa mirada se alzó el pueblo entero en contra del Señor de los Ejércitos.
Y Dios fue colmena.
MEMORIA DE LOS DÍAS
Hay días,
y días,
y días,
que no son como los golpes del odio de dios, ni odio ni lluvia que cae sobre parís ni sobre mi corazón, ni corazón ni inmenso techo de palomas, ni techo ni región de cuyo nombre no me acuerdo, ni recuerdo ni ineluctable modalidad del ser, ni ser ni feria vespertina donde conocimos el hielo, ni feria ni inquieta mirada de Tiresias a nuestros ojos, ni mirada ni Mefisto danzando frente a Fausto con la boca asombrada, ni Fausto ni hombre alguno esperando a Godot, ni hombre ni caballo del beduino galopando jadeante por el desierto, ni jadeo ni erguido arriete dispuesto a derribar los puentes, ni derribo ni efrit que truena en carcajadas de lujuria, ni trueno ni el pescador enamorado dee la orgullosa princesa, ni amor ni pánico aterrador cuando aparece el jinete negro en el horizonte, ni jinete ni llanto por la senda recta ya perdida en mitad del camino de la vida, ni senda ni satán caído batiendo sus alas sobre el fango,
ni luz que gira, ni noche que aletea, ni playa que palpita, ni madrugada que estalla, ni piedra que alumbra, ni batientes ni llántulos ni atterrantes ni enamorados ni tronantes ni erguidos ni jadeantes ni espaciosos ni danzantes ni inquietantes ni conocientes ni techantes ni lloventes ni golpantes ni girándulos ni nada
Tan sólo son días,
y días,
y días.
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