En aquel tiempo, Lázaro había muerto. El dolor fue grande para todos, y en especial para el Maestro, por cuento aquel hijo de hombre había sido su gran amigo, y así también lo era toda su familia. La tarde en la que él se enteró, nos dijo con voz oscura: “Lázaro se ha dormido”. Ninguno de mis compañeros quiso entender la delicadeza de su pesar. Aclaró con dureza: “Ha muerto”. Yo, que también le conocí y gocé de su hospitalidad, declaré con un nudo en la garganta: “Vamos también nosotros, para morir con él”.
Junto a sus parientes le lloramos. Para escándalo de muchos, el Maestro lloró y gimoteó, más que nadie, como si fuera una mujer. Mis compañeros se avergonzaban, pero Jesús no tenía reparo en mostrar su dolor. “¡Lázaro, ven!”, gritaba.
El tiempo pasó, y al Maestro lo mataron. Cada uno fue a lo suyo, según le dictaba el corazón. Yo preferí seguir llorando con las viudas de los crucificados, en tanto mis antiguos compañeros hablaban de visiones, algunos, y otros se dedicaban al oficio de escribas. Respetuosamente me distancié de ellos, pues lo suyo me daba desconfianza.
Una noche entre las noches llegué a mi habitación, destrozado por el duro trajín del día. Temprano en la mañana fuimos a buscar, con gran peligro de nuestras vidas, el cadáver de una viuda, huérfana entre huérfanos, abandonada por sus hijos que marcharon al calor de las guerras o perecieron entre la miseria. Había sido llevada al monte cercano por la soldadesca, y del monte, nos habían contado, no había salido; tan sólo se observaba el vuelo circular de las carroñeras. Pronto la encontramos, y el espectáculo era en verdad lamentable. La limpiamos y la vestimos, y aun así, sus heridas quedaban exhibidas. Cantamos las lamentaciones. Lloramos. Como tantas y tantas veces, morimos con ella.
Esa noche caí como piedra, y soñé. Caminaba por un campo desierto, lleno de grandes rocas y pedruscos. En el horizonte se alzó y vino hacia mí una terrible tormenta: un gigantesco y terrible huracán de fuego enceguedor que hacía temblar la tierra toda. Tuve miedo. Cuando estaba a punto de caer sobre mí, una brisa suave se agitó. Empujó lejos el huracán, aplacó el terremoto y le quitó ardor al fuego. La brisa también empujaba a la viuda que habíamos recogido. Llegaba ella tal cual la vimos, con sus lastimaduras por su cuerpo apenas cubierto con los desgarrados jirones de ropa. Llegaba a mí con su sonrisa agradecida, y me abrazaba, y su boca de pronto era la boca del Maestro. Desconcertado, palpaba yo sus heridas abiertas, en tanto murmuraba con asombro: “¡Señor mío, Dios mío!”.
Desperté, y el recuerdo del sueño nunca se me borró. Muchos años han pasado, y hoy, viejo, aún sigo recorriendo desconcertado los pasos de las lamentaciones y las lágrimas. Nunca he sabido qué pensar de mi sueño.
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