Dedicado a la población de Roldanillo, Valle del Cauca.
Los primeros en advertirlo fueron algunos grupos radicales ecologistas. Los humanos, con su modo de vida centrado en la urbe, el hiperconsumo y la ciber-erótica virtual, perdieron la capacidad de levantar la mano con un manojo de papeles cualquiera, o de alcanzar el hoy en desuso “matamoscas”. Al rompimiento del delicado equilibrio biótico, los pequeños animalillos se vieron en absoluta libertad reproductiva, perdiendo también el miedo ancestral a retirarse de sus oscuros escondrijos.
La nube de moscas avanzó sobre la ciudad. La preocupación por tales acontecimientos era calificada como ataques al régimen o falta de confianza en las instituciones. No fueron pocos los militantes anti-moscas que perdieron su vida o su salud mental por efecto de la acción de los comandos anti-motines. Las cifras alarmantes de la invasión eran maquilladas o escondidas, y aún los detentores del poder, sabiendo de su falsedad, en su íntima conciencia quedaban convencidos de estar ganando la batalla por un mundo limpio.
Los campanazos de alerta no fueron escuchados. Se supo de altos ejecutivos que, en el encierro de sus mansiones o en la seguridad refrigerante de un vuelo privado, se vieron asaltados por los tumultuosos animalillos. Algunos sensatos pertenecientes a los altos estratos sociales en vano se pronunciaron por una reorientación de la vida pública, siendo calificados como personajes nefastos en busca de prebendas ya en el otoño de sus vidas. En países vecinos, las noticias -apenas alarmantes, al venir edulcoradas por las sempiternas reinas, modelos y patriotas momentáneos del deporte o la canción- daban cuenta de mandatarios huyendo semidesnudos y en manoteo impotente.
La cuestión comenzó a preocupar cuando en los veranos europeos, los dignatarios de las grandes reuniones anuales mascaban, sin poder evitarlo, un buen puñado de moscas que subrepticiamente se había deslizado en las delicadas viandas. Sin distinción de clase social o de posición geográfica, en los cuatro puntos cardinales, se sucedieron casos patéticos de hombres y mujeres que morían atragantados o invadidos en sus pulmones por aquellas perlas negras voladoras. Una multitud huyó de la Plaza del Vaticano, presa del terror, cuando de la boca del Papa, en su alocución dominical, en vez de las palabras de aliento espiritual acostumbradas, salió una negra y espumosa nube negra voladora de zumbido tenebroso.
Ya era tarde. Grandes áreas comerciales y urbanas fueron abandonadas. La huida forzada desató salvajes choques entre los grupos que tradicionalmente se consideraban humanos. El desespero, el sálvese-quien-pueda, se impuso. Grandes sacrificios se realizaron, y junto a ellos terribles injusticias, de tan cercana memoria que resulta ocioso narrarlo en esta crónica. El mundo se hizo inhabitable, y para bien o para mal, aquella civilización que surgió hacia mediados del siglo XIII, llegó a su fin.
Quedaron penas pequeños grupos y comunidades, cuyo futuro, aún hoy, es incierto y frágil. Si bien aisladas físicamente, algunas de ellas logran comunicarse por el espacio virtual. Todas, escondidas en búnkeres, en túneles bajo tierra, en fin, en habitáculos esparcidos por el planeta, asomándose de cuando en cuando a la superficie anhelada, que sigue siendo un mundo habitado por moscas
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