Era una mujer que estaba enterrando a un muerto. Sólo sabemos que quien yacía en tierra era alguien muy apreciado por ella. Y había muerto.
«Me duele dejarte aquí. Y no sabes cuánto. Pero ahora que estás muerto, debo seguir mi camino, empezar mi duelo», murmuraba la mujer. Alzó la vista hacia el horizonte de gris ceniza, y con gesto resignado, dio media vuelta para empezar a alejarse.
«¡Eh!», alzó la voz el cadáver. «¿Por qué te vas?».
La mujer lo miró, directo a sus apagados ojos. Sintió, adentro, como un deseo de alzarlo, como una necesidad de sentir que no estaba muerto. «Lo siento», le dijo, «pero debo dejarte. Estás muerto».
«¡Cómo se te ocurre, mujer!», reclamó el cadáver. «Tú eres la que me quiere muerto, pero no lo estoy. En serio. No tengas miedo, y llévame. Volveremos a caminar por los caminos que te enseñé, y dejarás tu necedad. No estoy muerto».
La mujer negó con la cabeza. «Sí que lo estás, y no sabes cuánto quisiera que no fuera así. Pero estás muerto». Se inclinó brevemente, y continuó: «Además, ya me hice a la idea, y no la puedo perder. Entiende. Me debo ir. Tengo que hacer mi duelo». Con estas palabras, de nuevo dio media vuelta, y empezó a alejarse.
Pero el cadáver estaba convencido de que no estaba muerto, y como pudo, saltó de la sima que lo acogía y se engarzó al brazo de la mujer. «No voy a permitir que me abandones. Eso te haría daño. Me voy contigo», dijo el cadáver.
Desconocemos cómo sigue la historia. ¿Qué haría esa mujer? ¿Se quedaría arrastrando hasta el fin de sus días aquel cadáver? ¿Seguiría pensando el cadáver que estaba vivo? ¿Qué dices tú, mi querido cadáver, mi querida mujer?
(Sueño Original: María Ximena Quintero)
Comentarios