En algún momento del año 1991, me llega un papel impreso con este cuento, del que se dice contado por Ron Evans, en Octubre de 1982, en un Festival de Narración en Jonesboro (Tennese). 26 años después encuentro el papel perdido. La versión no me gusta del todo, y la modifico como ejercicio de domingo. Este es el resultado. No es mejor que el original, pero con el mismo bonito vínculo de fondo.
Al
llegar el tendido eléctrico a ese olvidado rincón, de entre los
diversos y siempre mismos milagros de la civilización, sus
habitantes escogieron un televisor. Así se lo hicieron saber al comerciante, y
mientras él gestionaba el aparato para alegría de su bolsillo, los
habitantes del pueblo reunieron el dinero necesario. Al mes, el
comerciante llega con el encargo, recibe su dinero, y con profunda
alegría ve cómo los pueblerinos instalan el nuevo tótem, todos
reunidos y hechizados en torno de él. En su posada, el comerciante
alcanza a soñar con los más pudientes del pueblo, pidiéndole
con discreción un modelo más bonito que ese que acaba de comprar el vecino…
Pasan
los meses. En sus continuas pasadas por el pueblo, el comerciante
observa, con preocupación, que decrece el interés en torno del
aparatico: cada vez se le prende menos, y cada vez se le ve menos.
Por
fin puede volver a pasar una noche en el pueblo. Observa a varios
vecinos reunidos. Se acerca. Escuchan a su narrador, quien ahora
termina aquél cuento que él tantas veces escuchó de niño, antes
de irse a trotar por el mundo. Le dan ganas de quedarse para escuchar
otra vez lo que tantas veces escuchó, pero se acuerda de su afán.
Se
aparta del grupo. Se acerca a unas mujeres. Las tres son viejas
conocidas suyas. Pregunta:
“¿Por qué no miran ya su televisor?”.
“Bueno,
ya no lo necesitamos”, responde la
menor. “Teníamos
mucha curiosidad por los cuentos que había dentro de esa pantalla,
pero ahora sabemos
lo que preferimos:
al narrador de nuestro pueblo”.
“Pero
si el narrador sabe muy pocas historias, y en el televisor siempre
hay nuevos cuentos”, dijo el comerciante, con
disgusto.
“Además, el narrador no sabe hacer todos esos escenarios, ni sabe
tanto del mundo de allá fuera”.
“Pero
nuestro narrador sabe del mundo de acá dentro”, dijo la
mayor,
señalándose el corazón y el vientre, “y su escenario son
nuestras palabras, aunque no sean tantas como las del televisor”.
“Y
aunque
fuera cierto todo lo que dices”, añadió
la del medio, “hay
algo que no tiene ese televisor. Nuestro narrador nos conoce”.
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