En
tres minutos tocarán a la puerta. No hay nada qué hacer. Tan solo
dejar mi agradecimiento y mi deseo: de éste lamento su tardanza; de
aquél, me gratifica que desconozca demoras.
Me
habría gustado caminar y tejer, pero nunca lo hice. Hilos y telar
nunca faltaron. Siempre al alcance de pies y manos -hasta donde
alcanza mi memoria- como rumor anunciado de riachuelo justo a la
vuelta del árbol. Me detuve entonces, encantado con el frágil
susurro antes que con el camino al que invitaba. Fue caricia de alba
en el pulmón, aunque regaló a mi ánimo triste ceniza.
Con
todo, y con alguna frecuencia, alguien se detuvo en ese lugar donde
me encontraba. Lo supe necesario e importante. Lo etéreo se apisonó
como ligero mojón del caminante, como un color o un trazo en medio
del tejido inmenso que años después sería evocado, y fue la breve
línea del relato que por un instante rozó y enverdeció mis raíces.
En
aquel tacto -pienso ahora cerca ya del final- se conformó mi vida y
se acunó. Un toque de gracia, como ángel que toma aire antes de
seguir el vuelo hacia lo que no encontrará, justo antes de cerrar
los ojos. La puerta se abre.
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