Volver a la comida.
Se acordó de algún versículo del libro del Deuteronomio (26, 12-14). El hombre recoge su diezmo, y en vez de tributarlo al Estado, hacía una gran fiesta con sus cercanos. Luego oraba: "he repartido lo sagrado".
Lo sagrado que se come, que se reparte, que se pudre, que crece, que se agota. Antes que se pudra y agote, ¡cómetelo! Así también, León Felipe. El hombre guardó la doctrina en el bolsillo del chaleco; la doctrina creció, y tuvo que guardarla en una caja; la caja creció, y tuvo que construir un templo para guardar la caja; el templo creció, y se comió la caja, la doctrina, y al hombre. Frente a él, otro hombre: no guardó la doctrina, ¡se la comió!, y su cuerpo fue bolsillo, arca y templo.
Desde éste último, sagrado por fin. Pero tanta gente que se vuelve templete tenebroso, tenebrosa palabra, tenebroso gesto. Burócratas, anhelantes de burocracia, para de ahí chupar la pútrida y espesa vida, que ya perfumarán -las maravillas que porporciona la educación- con el rito de la forma, del paradigma, del modelo, para poseer, cómo no, argumentos con los cuales sostener sus tiempos de "productividad".
Se reúnen a pontificar de aleluyas los cadáveres sin aliento, los alientos y corazones podridos, alimentados por la comida impura, procesada y vendida, decorada y ordenada primorosamente en su plato: apenas lápida resplandeciente. Así, tantos teólogos: siglos han pasado insistiendo en guardar la trascendencia. No se han dado cuenta, los imbéciles, que se trata de una digestión.
Comentarios