Mientras los tambores de guerra avanzaban sobre la población europea principiando la década de 1940, regalando a diestra y siniestra los mortales ósculos que redundarían en poco más o menos 70 millones de muertes, Alfred Clement Rush y Arnold Joseph Toynbee publicaban sendas obras tituladas Death and Burial..., donde recordaban la costumbre romana del último beso: el que daban los familiares cercanos al moribundo, para asir el alma en su último aliento. Diecinueve siglos antes, en medio de una situación de desorden social cada vez más creciente, y que años después germinaría en la Gran Guerra Judía con su algo más de millón o millón y medio de muertos, dicen que un hombre se acercó a su maestro para señalarlo con un beso. Décadas después, algunos verían en aquel gesto una secreta revelación merecedora de un Evangelio, y aún centurias seguirían de interminables discusiones sobre su sentido. En tanto el tiempo así acontece entre ir y venir, dos hombres se miran. Algo se va a quebrar...