Poco después le vendría la muerte en las soledades
de su retiro. Sus remembranzas serían como el vaho que devora la pronta mañana
a menos que aquel niño, que por el camino se alejaba hacia el burgo, decidiera
poner por escrito lo que le había contado.
Algunos días atrás había llegado hasta su morada,
golpeado y perdido. Las bestias habían perseguido su ganado y las tormentas le
habían dispersado. Elisabad acogió con gusto al muchacho y aplicó sus viejas
artes curativas. Algo de fiebre retuvo a su cuidado, y ella fue la ocasión de
las historias. Mientras pasaba por las heridas los emplastos de hierbas, evocó el momento en el que aprendía sus virtudes, en los años en que fue acogido
en palacio por el padre de Grisenda; pensó en voz alta en las largas horas en
las bibliotecas, las búsquedas de pergaminos del Estagirita, y los
razonamientos que con él aprendió; recordó las oscuras salas de mesas de
piedra, donde tantas veces arrebató de la muerte a los cuerpos cuyo líquido vital manaba para perdición; anheló al caballero que tan largos años había
servido, Amadís, o Caballero Griego o De La Verde Espada como también le
llamaban, sus grandes batallas contra el Endriago, contra el Patín de Roma…
El niño siempre le escuchó con atención. Pronto se
recuperó de sus golpes. Ahora se alejaba, y volteó la vista para ver por última
vez, ya lejos, aquel viejo bienhechor. Estaba seguro que lo recordaría con
agrado.
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