De Sor Ángela son escasísimas las noticias. Casi
todos los investigadores la ignoran por completo, sin argumentar razones. Emiliano
Jos algo insinúa de su existencia, y la extensa erudición de Ingrid Galster
apenas permite decir al lector que la evoca. Con algo más de rigor, Abel Posse
da cuenta de sus notas biográficas, pero con el tino suficiente para
conservarla en su real hálito fantasmal.
Sobre sus orígenes e infancia prima la inexistencia,
como era en uso en las biografías antiguas, pero se sabe que de muy pequeña fue
reclutada a la fuerza en alguno de los tantos conventos del Perú. Siendo ésta
tierra de Pizarros y Almagros, fácil es suponer el paso de una tropa y los
desórdenes sexuales que allí se provocaron. Es posible que en aquellos
borrascosos años de su primera juventud, haya conocido a Lope de Aguirre. Esta
circunstancia ayudaría a explicar, según la mayoría de eruditos, la oscura
referencia a la “monja-niña” en las cartas perdidas del capitán Marañón.
Los rumores sobre su comportamiento fueron la razón
de un encierro estricto, amén de exposiciones teológicas de dudosa ortodoxia.
Se decía que para explicar el misterio de la Santísima Trinidad, sobre la arena
del suelo trazaba dos círculos paralelos, alzando enseguida del primero de
ellos una línea que volvía a bajar hasta tocar el otro círculo: “tres entes en
un solo ser”, decía, mientras a la contemplación de dicha figura bajaba la mano
libre hasta sus partes íntimas, rebosantes de humedad.
El encierro no aplacó sus ansias místicas.
Frecuentes fueron las cartas de la superiora del Convento de Santa Catalina,
Sor de las Amargas Mercedes, que daban cuenta de los hechos atroces que
provocaban las miasmas bramantes y epilépticas de los deseos de Sor Ángela. En
extensos pergaminos quedaron consignadas, con sumo detalle, las maneras como
“la Sin Nombre” (así la llamaban) se trepaba a las rejas de los barrotes de su
celda para refregarse contra ellas; cómo fabricaba con jebe anexos flexibles
que agregaba impíamente a la Cruz; cómo por entre los barrotes alargaba las
manos, como si de brazos de creatura marina se tratase, para alcanzar a
manosear el sexo de las asustadas novicias que por el corredor pasaban; cómo, a
pesar de los años, parecía no envejecer, lo que se atribuía a un pacto
demoniaco...
Con el pasar del tiempo, aquel convento de Arequipa
se deshabitó y poco a poco fue volviéndose una ruina, habitada tan sólo
–comentaban los habitantes de los alrededores– por el espectro de una mujer
enamorada del Tirano Aguirre, aquel demonio que en bajando por el rio marañón,
había sido desbaratado en las tierras de Bariquisimeto. Se comentaba también
que quien se atreviera a pasar la noche entre las ruinas, sufriría una atroz
muerte precedida de una violación.
El asunto hubiera quedado como leyenda local si no
fuera por la circunstancia del fugaz paso por la localidad de Hiram Bingham
III, buscando indicaciones para el futuro descubrimiento de Machu Picchu. Como
buen administrador e historiador decimonónico, amén de pertenecer a una cultura
mesiánica, decidió pernoctar en aquella localidad sólo por el placer de
fastidiar a sus guías indígenas. De esta manera fue testigo, sin quererlo, de
algo que con plenitud de derechos pertenecía a la historia antes que a la
leyenda.
Tal como se lee en su diario secreto, aquella noche
veraniega, mientras los indios de su grupo expedicionario dormían protegidos
por sus antiguos ensalmos, fue testigo de un feroz encuentro. Al claro de la
luna un vaho cojitranco se acercó a las ruinas silenciosas, susurrando, Mi niña-monja, ¡soy yo, soy yo! A la
letanía del soyyo, pronto se vino a
sumar otro murmullo: ¡Señor, Señor! ¡Seré
tu bandera! ¡Enflámame, ensártame, encréspame, entrepérname, párteme, sacrifícame!
El aire, en tanto, parecía enfebrecerse, y los cocuyos aleteaban una incierta
danza de luminarias al ritmo desordenado de los grillos. Como sagrario abierto,
este murmullo recibió al vaho y sus ritmos martilleantes quedaron descritos en
el diario de Bingham como “brazo potente y nunca derrotado… arriete invencible…
enorme pilar”. Un gemido de cualidad líquida, que apenas estremeció el sueño de
los indios, tumbó al explorador hawaiano y lo sumió en un profundo sopor hasta
la mañana siguiente.
La fastidiosa sensación de olor a sangre, sudor y
semen que conservó Bingham durante los tres días siguientes, lo convenció de
haber presenciado un hecho realmente histórico, y no producto de alguna ingesta
inintencionada de un hongo alucinógeno. Meses después, subiendo las montañas
hacia ese 24 de julio de 1911, tuvo noticias de la efectiva rencarnación de Sor
Ángela y Lope de Aguirre en uno de los salones de la naciente burguesía
latinoamericana, y de los escándalos que en aquel momento protagonizaban: acusados
de erotómanos e incestuosos feroces –circulaba ya la leyenda que en realidad
Sor Ángela era Elvira sublimada por su padre–, años después serían fusilados
por una tropa al mando de Félix Ismael Rodríguez, pocas horas antes de que este
asesinara a Ernesto Che Guevara.
Hasta aquí los elementos que se han logrado
reconstruir. Otras noticias sobre su vida se desconocen por completo, aunque
algunos autores sospechan de reliquias afrodisiacas guardadas con celo por la
Curia Vaticana.
Comentarios
Saludos desde Alemania
Ingrid Galster, autora de "Aguirre o la posteridad arbitraria", Bogotá 2011