Cae vertical la línea del sol. Pétreo, el
Centurión trata de concentrar sus sentidos en lo que observa, aunque el hedor
le invade cada vez más como presencia tangible. A sus espaldas el grupo de
cruces, al cual sólo se acercan perros, cuervos y moscas. Es tal la intensidad
del olor, que su vaharada le esboza el desbaratarse de los cuerpos: carnes
desprendidas y deshilachadas, el zumbido de las pequeñas reinas negras
atafagadas de lo pútrido, tonos rosáceas y grises de los vientres que, como
serpientes deformes, caen revueltas hacia tierra para ser disputa de las
bestias.
De las bestias, su impunidad es defendida por el Centurión y sus compañeros. Los dolientes no han de acercarse ni tener la
esperanza de un entierro digno: Roma ni tiene contemplaciones contra los que
subvierten el orden, ni remilgos para de cuando en cuando entresacar de la
multitud y al azar dos o tres nadies para izarlos como advertencia. Días
después, lo poco que quede en aquellos maderos en cruz será dispersado,
añadiendo horror al horror, la única manera de mantener la mirada aguda y firme
del águila imperial. Lloran y gimen las mujeres a distancia, mesándose los
cabellos, rasgándose las vestiduras; algo más lejos, los hombres miran en
silencio evocando palabras escritas por sus ancestros. Unos y otros, cada uno a
su manera y en el más completo anonimato, rumiando su herencia de rencores.
Algo pasa, sin embargo. De tanto llanto de
mujer que ha oído en sus vigilias, una nimia molestia crece en el corazón del Centurión,
como una lágrima que muchos años después eclosionará en tierra infértil,
fragilísimo verdor en medio del infierno. Su caso apenas merecerá que se le
mencione, y su nombre será borrado por siempre.
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