Los milagros
del fallecido Juan Pablo II no pertenecen tanto al campo de lo extraordinario o
de la fe, sino al horizonte de la nostalgia, de la ternura por los pensamientos
añejos, aquellos que parecen exhalar un agrio olor de viejo y nos recuerda las
dulces cantaletas de nuestros abuelos, sepultados ya hace tanto tiempo. Quien
lee la lista de hechos milagrosos, evoca aquellas ingenuas cadenas de oración
que de cuando en cuando llegaban a casa, y las elementales promesas realizadas
en sus protagonistas y relatadas con cándido fervor.
Murió el Papa
y pronto los fieles, amplificados mediáticamente, pidieron su santificación. Pronto
los testimonios del actuar milagrero del anciano enfermo y casi impotente de
movimientos pulularon. “Stanislao Dziwisz”, contó un diario mexicano, “admitió
ser testigo de un estadounidense judío enfermo de cáncer, quién sanó luego de
asistir a una misa privada con Juan Pablo II, de quien recibió personalmente la
comunión”. Por supuesto: el impronunciable apellido conserva un aura tal de
extranjero con autoridad (fue el secretario personal del Papa) que es imposible
no creer su testimonio. Aquel judío debió lamentar haber sido judío tanto
tiempo, ajeno a quien de verdad da vida; menos mal que decidió ir a misa un
día, evitando invitar al Papa a una de sus fiestas tradicionales, caso en el
cual seguramente no se hubiera verificado el milagro (es de todos conocido que
la única religión verdadera es el cristianismo). Le habrá sucedido, por cierto,
como a una tal pariente afectada por un agresivo cáncer; la familia rezó un
novenario por el restablecimiento de su salud, y ella muy agradecida, proclamó
su restablecimiento; con emoción sus cercanos asistieron a su funeral pocos
meses después: gracias al Santo de turno, murió curada.
Otro
testimonio llegó protagonizado por una colombiana. “Ofelia Trespalacios” -se
sospecha de la mano del nobel colombiano detrás de este apellido- “asegura que
Juan Pablo II la curó de unos vértigos espantosos que padecía veinte años
atrás”, desde que tenía 71 años. Hoy, a sus 98 años, la afortunada mujer sabe
que Dios ha llegado a su vida gracias a la mediación del Santo Papa. Ya sin
vértigo, puede proclamar la bondad de Dios mientras pasea por el parque en la
silla de ruedas con motorcito –como la de Wojtyla– que su familia le ha
comprado.
Un cardenal,
Franchesco Marchisano, “fue operado de las carótidas y por un error de los
médicos quedó mudo”; la visita del Papa fue un alivio: “acarició su garganta y
el cardenal recuperó la voz”. En Zacatecas (México), Herón Badillo, de cuatro
años y con una leucemia en fase terminal, fue besado y bendecido por el Santo
Padre; tiempo después, nos cuentan los corresponsales que cuentan los vecinos
que cuentan sus padres, “el pequeño mejoró y ahora goza de buena salud”. Kay
Kelly se recuperó de un tumor cancerígeno en 1979; en Irlanda, la bebita de
Bernhard y Mary Mulligan se recuperó de su insuficiencia renal a la vista del
Papa; Emilio Cecconi recuperó la movilidad de sus piernas en 1980, llegando
incluso a ser un hábil jugador de fútbol; un beso de Juan Pablo sanó a la niña
Stefanía Mosca de su autismo. Todos ellos, gracias a la intercesión del Santo,
“recuperaron su alegría y vivieron normalmente”.
No podía
faltar, al lado de las curaciones de incurables enfermedades, al lado de la
devolución del habla a los mudos, al lado de la expulsión de terribles migrañas
demoníacas, la devolución de la vista a los ciegos. Cuando Juan Bautista pide
noticias de quién es aquel Jesús, éste manda a decir: “Ciegos recobran la
vista, cojos caminan, leprosos quedan limpios” (Mt 11,5). De manera similar en
cuanto a la delicadeza y sencillez emulativa, llegaron noticias de los milagros
del Santo. “También se habla”, dice una de ellas, en ese tono genérico e
impreciso que prepara la indiscutibilidad de la presencia del misterio, “de una
señora ciega que recuperó la vista después de un leve contacto con Juan Pablo
II”.
Quienes
pidieron y piden la santificación de Juan Pablo II tienen toda la razón. Estos
hechos hacen presentes un mundo irreal al cual todavía pertenecemos; construido
sobre los pastiches de nuestros anhelos retributivos, nos permite conservar la
nostalgia de nuestros sepultados recuerdos infantiles donde la magia era
posible.
Comentarios