Volviéndolos a leer y trascribiéndolos, me acordé de su origen. En 1986 los compañeros de salón realizábamos una actividad de alfabetización, obligatoria dentro de la formación escolar. Un pequeño grupo nos dirigíamos una vez a la semana a un barrio de invasión, relativamente nuevo en aquel entonces, llamado Belisario. Algunas impresiones de esas visitas quedaron plasmadas en estas líneas.
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Con una triste imagen la nostalgia me ha invadido. Me dirijo a casa. Un golpe de pronto, como si algo dentro de mí fuera ojo herido por el sol inclemente: recuerdo a la amiga que ahora deseo a mi lado, a las personas que han pasado por mi vida, pequeños detalles entre risas y llantos y abrazos. Todo es una misma cosa, y como preludio de todo ello de nuevo en un futuro incierto. Recuerdo un canto: Ganarás el pan con el sudor de tu frente, y la luz con el dolor de tus ojos. Salir a ver. Ver, y encontrar vida. Tomar cerveza. Chapotear en el barro.
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Lluvia. Hermana. Acompaña y refresca. Desciende y pica, débil, el rostro, para anunciar su presencia. Aquí y allá, ratas: la prostituyen; la dotan de ropajes deslumbrantes, de manera que, al caer, es barro que rueda suelto y tenaz entre montañas y cielos, torrente. La choza está tumbada entre la tierra, de la tierra se alza un hombre furioso, puño en alto, maldiciendo la lluvia. Pero ella es hermana. Limpia. Las ratas la prostituyeron.
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Soñando encontré la mar,
despierto eternidad.
Un solo día ahogado
encontré mi cadáver;
lo alcé, lo limpié, resucitó con el destello de luna.
Fue nuevo día. Alcé vuelo para sentir luego el peso de la noche. Los mundos allí eran irreales, pero tan ciertos. Un pantano oscuro, por ejemplo: dentro, un hombre labraba esperando que llegara la luna, pero se hundía con lentitud en el fango. Un escarabajo boca abajo, luchando con desespero por voltear y volver a caminar. En un agujero negro, una rata del mismo color de la oscuridad se hundía más y más, huyendo del gato que acechaba. En una esquina miles y miles de hombres y mujeres, y en la otra hombres y mujeres de miles y miles. Un arquero rojo. Una flecha azul. Un blanco blanco. Todo estaba allí.
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Barro y sol.
Barro de barrio.
Mira al niño tendido en la calle con su sangre sola.
Mira al hombre que mira al niño tendido en la calle con su sangre sola.
Ese hombre que mira esa sangre sola
busca en el barro de su rancho una manta de silencio
para tenderla en el barrio de su barrio y recoger la sangre aquella que ya no es aquella sino suya
porque esa sangre se ha atragantado en su garganta y secado en su sangre.
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Muchos niños saben qué es y cómo se forma el arcoíris, como tantos otros ni saben ni cómo: de preguntar tiempo no tienen. Sus hombros guardan las preguntas bajo el peso del agua, del ladrillo, del recado, de la limpieza, de la mendicidad. Sus hombros son tantos para una sola pregunta por el arcoíris.
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Ganarás la luz, leía entonces. Me acordé que la lluvia es santa, como lo son la noche, el temor, la oscuridad, la misma muerte. Fuego, de pronto diría León Felipe, que nos dora con lentitud para hacer un místico pan a ser devorado en el banquete divino por los hambrientos, todos esos sembradores, segadores, recolectores, amasadores, a cuyo cuerpo está destinado el amor para que se muten definitivamente en Palabra.
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Óyeme, amigo: en un silencio profundo, de tanto que ni las sombras hagan ruido, óyete. Quizás percibas por primera vez un raro murmullo, como hormiga que sube por tu cuello; sus cosquillas afloran en tu memoria la emoción que aquel atardecer que mirabas desde el triste quicio de un rancho miserable en medio de otros similares, sobre la loma. La luz que llegaba directo a los ojos no te cegaba. Tal era tu deseo de aspirarla, que tus pupilas se resistían al castigo de los látigos solares. Luego volviste la cara hacia dentro, sin perder el sabor, hacia el hombre que visitabas. Era el dueño de ínfimos y sucios enseres, reyezuelo sostenido sobre sus muletas carcomidas que hacían de cadena para no dejarlo salir de aquel rancho; no sólo aguantaba sus penas y enfermedades, sino las de sus hijas y las de sus nietos, como fiero guardián del hogar de la desgracia invadido por el polvo seco o el barro amarillento que regalaba la lluvia. Con su mano libre, sostenía un desportillado pocillo con tinto, ofreciéndotelo con una sonrisa. Con una sonrisa.
Y sí: sonreía.
Creíste adivinar el fulgor de sus ojos. Barro. Miseria. Oscuridad. Alegría sin embargo. Esperanza.
Ese fulgor te deslumbró más que aquel que minutos antes mirabas. Era como un líquido concentrado en medio de un planeta. Como un deslumbre que te ciega poco a poco, que te envuelve en sombra, que te evoca un silencio profundo como hormiga consquilleante subiendo por tu cuello, escuchando la fe del barro santo.
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Llueve. Aquí, cuando llueve, el barro no es juego: es suciedad, lodo que arrasa, combate mortal para que no te invada tus pocos enseres que te ayudan a malvivir. Pero el barro es santo y la lluvia es santa, santidad que roen las ratas en su actuar diligente. Queda la pequeña lucha y el pequeño grito. Lo impresionante es que aún en medio de la fealdad de este barro, se deja entrever su santidad. Así, en medio de las calles desnudas, mal trazadas, polvorientas o apelmazadas, florecen pequeños y hermosos jardines de pasto pequeño, verde, tímido, casi insulso, y arbustos medio desgreñados y sucios, y caras rotosas que tenazmente los cuidan, defendiéndolos de aquel barro sucio, barro lodo, sin saber pero intuyendo que es barro santo. Insisten con una fe que es la fe del barro santo, una fe que sabe que algún día el barro sucio será transformado en barro santo.
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