Su origen lo expliqué en la entrada de la semana pasada. Esta, la última tanda.
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Pasos lentos para mirar de nuevo.
Volver a esa puerta que alguna vez te abrieron, y golpear otra vez
para ver tu rostro pasado el tiempo.
Recordar las miradas de los niños flacos, el tacto de estos obreros y el saludo desde la boca hinchada pero amable del hombre de las cervezas, la vista de la niña que ahora es muchacha de piernas magulladas y temerosas, las fachadas en obra negra y con el mismo color de la calle de tierra, las piedras sueltas que se te enredan a tu paso,
recuerdo inmenso en la oración de tu mirada
y encontrar de nuevo el silencio de tu voz.
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Volver de nuevo cuando han sido los años de ausencia.
Porque un día perdido, un minuto, un sueño, son años de ausencia.
Perder un segundo
(tan alegres que son los segundos)
años y años de sangres y luchas y llantos…
Óyeme bien:
volver de nuevo cuando han sido los años de ausencia:
donde nada se acaba, donde lees y no eres lo que lees sino lo que balbuceas, y vuelves, y vuelves a ser el balbuceante niño ya mismo ya otro, otro que ha crecido pero es el mismo y también el otro, y más cuando regalas ese alimento que siendo tuyo no es para nada tuyo, y regalándolo así volver y verte de nuevo, tú y yo yo y tú (diría Guillén tan bonito que canta), verte de nuevo,
sonrisa acústica, piel tentáculo,
verte, volver simplemente, recuperar aquellos años de ausencia,
y si los pierdo de nuevo no importa,
y volveré y te veré y volveré.
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Palabras simples, y los ojos se alargan; penetran como alfiler por entre la tela. Mirada que ya no es mirada: ahora hierro que desmorona candados para descubrir más luz, fundirse luego ante el contacto de una raíz. Esa raíz que era el limo de tu pozo profundo, la primera tierra, en el otro, que alimenta tu limo.
Palabras simples, hiladas en frases muy sencillas: aparece la puerta que tanto se presentía, y la abre. Se entra. Un viento saboreado alguna vez, acaricia de nuevo el rostro, desconocido que nos vuelca al principio, cuando por primera vez abrimos el olfato al mundo.
Palabras simples que colocan las piedras del camino, otra vez el camino, el camino que tantas veces se caminó, familiar y ajeno. No es el mismo, aunque de cierto modo sí, pero nuevo, avanza volviendo al mismo lugar que no es el mismo sino con nuevas firmezas.
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La sonrisa franca y sincera de una amiga. Me encuentro a su lado, y estoy tan sólo, desnudo, un momento breve. Sigue el tiempo y todo pasa y el murmullo de la brisa y el calor rodea mis ojos entreverados. Llega entonces la nostalgia. Evoco aquella situación, y quizás soy más feliz que en el auténtico momento, quizás porque se cruzan otros momentos, quizás porque los hago mejores o somos allí mejores personas. Un niño: pantalonetica sucia, zapatos viejos, mugriento, desgreñado, se abalanza a mis brazos para que lo columpie; es navidad en el barrio Belisario, navidad triste y embarrada, pero navidad, y desnutrido y todo el niño me regala su sonrisa, franca, sincera, como la de aquella amiga, cuyo recuerdo evoco en la soledad de esta habitación mientras afuera cae una lluvia de diciembre en la ya (tan temprano) solitaria Cúcuta. La sonrisa evocada se alza y se mezcla con las gotas de agua
en la imagen ambas todas francas, sinceras,
como abrazo de rio o caricia de viento o saurio de mi infancia
o luz de luciérnaga en un ojo amado
que mira y sonríe como pequeño espejo o murmurante quebrada
del recuerdo que eleva y disuelve y me vuelve voz apenas o murmullo
de viento tibio, de agua salobre,
mejor, maraguaclaraluz,
yo y vos y todo,
y tierra planeta grava piedra
mar, agua clara, luz, pozo, rio, lluvia,
así no más, recordando
esa sonrisa franca y sincera
de una amiga.
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