NEWTON.
PROHIBICIÓN DE LA RISA
Pasear por entre las colinas es el mejor descanso para una mente inquieta, siempre en actividad. Así lo predicaba y lo practicaba Newton. No era extraño, por esto, verlo aquel lunes, con paso lento y distraído entre los arbustos.
Vio un pequeño y frondoso manzano. Tenía algunos frutos todavía, maduros. Alzó la mano y arrancó uno, toqueteando con los dedos la madura pulpa tras la piel, asombrado por su provocativo color rojo. Su olfato y su apetito empezaban a hacer fiestas. Su boca se entreabrió, como dejando pasar el aire inaprensible de la infancia. Por fin, anticipando el deleite, sus dientes se dispusieron a hincarse en el manzano.
El pequeño fruto, sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse comer. Sin pensar en el desaire que hacía, sin ningún tipo de vergüenza, sin pudor alguno, desplegó sus inmensas alas rojas, y con un violento aleteo se despidió de la mano que le sostenía, remontándose con afán al aire limpio del lunes…
El pequeño fruto, sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse comer. Sin pensar en el desaire que hacía, sin ningún tipo de vergüenza, sin pudor alguno, desplegó sus inmensas alas rojas, y con un violento aleteo se despidió de la mano que le sostenía, remontándose con afán al aire limpio del lunes…
Newton quedó estupefacto. ¡Cuándo se había visto tal desplante a una eminencia como él! ¡Cuándo, tal descortesía en el comportamiento! ¡Esto no puede quedar así!, pensó. Reponiéndose, salió a correr tras la maldita manzana, intentando darle alcance con ridículos saltos de hombre sabio. Fracasó en su intento: pronto tropezó, dejando en su cuerpo un buen par de moretones.
Sin embargo, como gran científico, no iba a desistir. Decidido, corrió a su estudio. Se sentó. Papel, lápiz. Sin preámbulo ni explicación alguna, escribió la ley de la gravedad, para que las manzanas nunca más pudieran volar.
Lejos, muy lejos quedaba aquel país. Pero al tiempo era tan cerquita, que una vez subió al trono un hombre malo. Su palabra era una sola autoridad vertical, que caía como una piedra aplastante.
Cada creatura, fuera gente o animal, le temía, pero no tanto como para dejar de darse el lujo de la broma por la espalda. El tirano se enteró. Así que, haciendo uso de su voluntad soberana, prohibió la risa y la sonrisa en sus dominios.
El asunto era excesivo, la verdad sea dicha. No fue extraño que un rumor indignado creciera. Pronto en las calles mujeres y hombres, niños y niñas, vivos y muertos, perros y gatos, vientos y quietos, alzaban sus voces para protestar. No fue extraño que un rumor de tambores oscuros avanzara envolviendo a la multitud. Botas pesadas, palos, fusiles, miradas torvas, máquinas de larga nariz y muchos engranajes, respiraban su sed de plomo e infierno para defender el orden.
La rebelión fue aplastada, sin misericordia. El hombre malo sonrió. Sus ministros no pudieron explicarse, jamás, la causa de su súbito fallecimiento.
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