En 1958 Achebe Chinua, escritor nigeriano, publicó el estremecedor Todo se derrumba. Todo es como una lenta erosión, apenas perceptible en principio, que invade el ánimo hasta el cataclismo final. Algunos de mis subrayados favoritos por diversos motivos (que no vienen aquí al caso). (Los subtítulos, míos):
Del padre: (extracto del segundo capítulo)
Okonkwo llevaba a su familia con mano dura. Sus mujeres, especialmente las más jóvenes, vivían en un temor constante de sus estallidos, igual que sus hijos pequeños. Es posible que en el fondo Okonkwo no fuera cruel. Pero toda su vida estaba dominada por el temor, el temor al fracaso y a la debilidad. Era algo más profundo y más íntimo que el temor a los dioses malignos y caprichosos y a la magia, que el temor a la selva y a las fuerzas de la naturaleza, malévolas, de dientes y garras rojos. Los temores de Okonkwo eran peores que todo eso. No eran externos, sino que yacían en lo más hondo de su ser. Era el temor a sí mismo, a que lo considerasen parecido a su padre. Incluso cuando era niño había detestado el fracaso y la debilidad de su padre, e incluso ahora seguía recordando lo que había sufrido cuando un amigo de juegos le había dicho que su padre era un agbala. Entonces fue cuando se enteró Okonkwo de que agbala no era sólo otra forma de decir mujer, sino que también podía designar a un hombre que no había tomado ningún título. Y por eso Okonkwo estaba dominado por una sola pasión: la de odiar todo lo que le había gustado a su padre Unoka. Una de las cosas que había que odiar era la amabilidad, y otra era el ocio.
De la casa: (extracto del segundo capítulo)
La casa de Okonkwo era una muestra visible de su prosperidad. Tenía un gran recinto cercado por un muro grueso de tierra roja. Su propia cabaña, u obi, estaba inmediatamente detrás de la única puerta abierta en el muro rojo. Cada una de sus tres esposas tenía su propia cabaña, que juntas formaban una media luna detrás del obi. El granero estaba construido a uno de los extremos del muro rojo, y como prueba de prosperidad había en su interior grandes montones de ñame. A otro extremo del recinto había un cobertizo para las cabras, y cada una de las esposas había construido un pequeño anexo junto a su cabaña para las gallinas. Cerca del granero había una caseta, la «casa de la medicina» o santuario donde Okonkwo guardaba los símbolos de madera de su dios personal y de los espíritus de sus antepasados. Les rendía culto con sacrificios de nuez de cola y vino de palma, y les ofrecía oraciones en su propio nombre, en el de sus tres esposas y en el de sus ocho hijos.
De la Celebración: (extracto del capítulo 5)
SE aproximaba el Festival del Nuevo Ñame y Umuofia estaba con ánimo de fiesta. Era una ocasión de dar gracias a Ani, la diosa Tierra y fuente de toda la fecundidad. Ani participaba más en la vida de la gente que ninguna otra deidad. Era la juez final de la moral y la conducta. Y, lo que es más, estaba en estrecha comunión con los padres difuntos del clan, cuyos cadáveres ya se habían entregado a la tierra.
La Fiesta del Nuevo Ñame se celebraba todos los años antes de que empezara la recolección, a fin de honrar a la diosa Tierra y a los espíritus de los antepasados del clan. No se podían comer ñames nuevos hasta haber ofrecido algunos a aquellas fuerzas. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esperaban el Festival del Nuevo Ñame porque con él se iniciaba la temporada de la abundancia: el año nuevo. La última noche antes del festival todos los que todavía tenían ñames del año pasado se deshacían de ellos. El año nuevo tenía que empezar con ñames nuevos y sabrosos y no con la cosecha seca y fibrosa del año pasado. Todas las ollas, las calabazas y los cuencos de madera se lavaban a fondo, y en especial el mortero de madera en el que se batía el ñame. Las comidas más importantes del festival eran el fu-fú de ñame y la sopa de verduras. Se hacían en tales cantidades que, por mucho que comiera la familia o por muchos amigos v parientes que invitase de los pueblos vecinos, al final del día siempre quedaban cantidades enormes de comida. Siempre se contaba la historia del rico que había puesto a sus invitados un montón de fu-fú tan alto que quienes estaban sentados de un lado no podían ver lo que pasaba del otro, y hasta el atardecer uno de ellos no pudo ver a un cuñado suyo que había llegado durante la comida y le había tocado el otro lado. Hasta entonces no pudieron intercambiar saludos ni darse la mano por encima de lo que quedaba de comida.
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