Enorme era, y crujió, sacudiendo el aire del monte hasta muy lejos. Enorme y centenario, no aguantó su propio peso y se quebró. Con estrépito, cayó a la cama de espeso follaje. Pero lo hizo justo en el preciso instante, para que alcanzara a alzar el vuelo la mariposa, que se alejó del desastre. Esta tomó la dirección que convenía, la que le destinó ser captada por el ojo avizor del ave que, con rapidez, modificó su vuelo para atraparla en su pico y tragarla. La trayectoria que el ave siguió fue tan rigurosa, que el geómetra adivinó allí, por fin, la forma que andaba buscando hacía tanto tiempo. En la noche, de entre sus dedos manipulando la escuadra y el compás, emergió en la arena la imagen de algo que fue madera y viento, antes de que la marea subiera a limpiar la playa.
1. La primera taza de café, justo antes de comenzar la mañana. Gemelas siamesas entrelazadas, esa taza y esa mañana. En la penumbra, el abuelo encendiendo los fogones para iniciar el origen, como en tantas otras madrugadas cuya presencia jamás vas a palpar de nuevo. El hágase del tiempo primigenio se encarna en los pasos lentos de los morrocoyes del patio de adentro, para apacentar el poco antes del resplandor que alzará entremezclados en copas de tumultuoso follaje, el primer alborozo de pájaros y las claridades mensajeras del primer calor. El agua hierve y reposa enseguida. Con ella y en ella, se sosiega el polvo del café, y fluye luego a cuatro pequeños pocillos para alzarse de ellos con su oloroso vaho, esparciendo su aroma por toda la casa como la cal que con cuidado esparce sobre las espesas paredes el viejo obrero que cada año las recompone, y aún un poco más allá, hasta la carrilera que saluda a la verja principal y conserva el paso invisible de los cuatro vecinos que ya ...
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