(Son estos dos párrafos de un trabajo que escribo actualmente. Los elaboro sobre una mirada al libro de Marcelo Pakman, Texturas la imaginación)
Evoque
el lector esta imagen literaria: algunos
momentos después de la revelación que le proporcionó la clave definitiva para
desentrañar la escritura de Melquiades, Aureliano Buendía sabría que en
realidad era Aureliano Babilonia, el último descendiente de la estirpe. En la
lectura de aquellos viejos manuscritos no sólo descifró la historia de sus
orígenes, sino que “empezó a descifrar el instante que estaba viviendo,
descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismos en el acto de
descifrar la última página de los pergaminos, como si estuviera viendo en un
espejo hablado”. Su acto de descifrar se acompaña del “viento, tibio,
incipiente, lleno de voces del pasado, del murmullo de geranios antiguos, de
suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces”. Antes de
llegar a los últimos versos y ya en medio del huracán bíblico que habría de borrar
a Macondo de la faz de la tierra y la memoria humana, Aureliano adivinó que en
la última línea terminaba su vida, “porque las estirpes condenadas a cien años
de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.[1]
Para
los Buendía, en Macondo, no hay oportunidad de trascender, de lo vívido, de sentido, pues la familia se encuentra
enfrentada a la decadencia o, como intuyeron Úrsula y Pilar Ternera, a “un
engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido
dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e
irremediable del eje”.[2] Los
miembros de la familia Buendía se han constituido sobre una férrea representación de roles que les impide
abandonar el mundo de significaciones
heredadas, impidiendo la emergencia de nuevas presencias que convoquen lo vívido (sentido) en su existir. Las imágenes de geranios y voces del pasado no son suficientes,
dado el peso de las significaciones heredadas, para anular la sentencia de la
desaparición, para el último de la estirpe, a pesar de su amor. Serán sus
lectores quienes, en un nuevo acto de imaginación,
hagan emerger la potencia de las imágenes para volver a constituir la verdad
del mundo, más allá de los significados establecidos, hacia algo vívido “donde
de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes
condenadas a cien años de soledad tengan por fin una segunda oportunidad sobre
la tierra”.[3]
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