Lupanar:
Con aquellos hoy borrados amigos, insoportables señoritos de la buena sociedad malagueña, visité una cálida noche un precioso prostíbulo cercano al mar. No sin cierto temor, que perdí a los pocos minutos, penetré -era la primera vez que lo hacía- en aquella casa mediterránea de Venus, verdadero jardín donde sus morenas hijas andaluzas resaltaban, casi desceñidas de todo velo, entre macetas de geranios y claveles violentos, el mareante aroma de las albahacas, magnolios y jazmines. Una parra corría su verde toldo a mitad de los muros que velaban las puertas de sus alcobas misteriosas con cortinillas de colores. En el centro de aquel patio-jardín se derramaba un cenador agobiado de rosas gualdas y carmines. Bajo él, un guitarrista volcado sobre el hoyo de su guitarra, rasgueaba en sordina para unos marineros prendidos a los cuellos y torsos bronceados de sus elegidas. Poco a poco nos fuimos acercando con las nuestras, formando al fin una alegre fiesta de amor, en la que el cante, el bordoneo, el goso de las risas y los gritos, más encendidos cada vez por la llama del vino, subían a entrelazarse con el rumor del mar traído por el aire por las bajas azoteas.
Fuente: Alberti, Rafael. La arboleda perdida. Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores, 2003. Primera parte, p. 141-142.
Familia:
Como mi padre siempre andaba de viaje por el norte de España, representando no ya los vinos suyos, sino los de otra casa importante de El Puerto, y nosotros que aún éramos pequeños vivíamos con mi madre, puede decirse que comenzó en mi vida el verdadero y tiránico reinado de los tíos. En todas partes me los encontraba. Salían, de improviso, de los lugares más inesperados: de detrás de una roca, cuando, por ejemplo, convertía la clase de aritmética en una alegre mañana pescadora entre el castillo de la Pólvora y Santa Catalina, frente a Cádiz; o tras una pirámide de sal, la tarde que el latín me hacía coger la orilla de los pinos, en dirección a San Fernando. Tíos y tías por el norte, por el este, por el oeste, por el sur de la ciudad y a cualquier hora: al mediodía, a las tres, bajo la violencia de los soles más duros, al doblar una esquina, fijos en el portal menos imaginado; a las ocho, de noche, en el banco de piedra de algún paseo solitario, o hablando solos, de rodillas, en el rincón oscuro de la iglesia más apartada. Fueron ellos los que denunciaron a mi madre que yo tenía una novia, perdida allá en lo alto de un tejado; mis viejas tías, ellas, las que escribieron al rector del elegante colegio jesuíta de San Luis Gonzaga, acusándole mi absoluta falta de recogimiento durante la misa diaria del curso; tía y tíos, también, los que celosamente consiguieron mi expulsión fulminante del religioso centro de enseñanza y, con esto, la pérdida total del cuarto año de bachillerato, que ya abandoné definitivamente por la pintura al trasladarse mi familia a Madrid, en el año de 1917.
Fuente: Alberti, Rafael. La arboleda perdida. Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores, 2003. Primera parte, p.19.
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