En horas nocturnas de largas semanas, decía ella haberse
sumergido por entre cavernas sin eco, dejándose llevar por las corrientes
subterráneas de una masa acuática pertinaz pero cuidadosa: sin jamás
estrellarle contra las rocosas paredes, le acercaba lo suficiente para que
apreciara, en medio de la honda oscuridad, el moho que desciende de las tumbas
y las herrumbes del primer abandono de la superficie.
Por esto al volver, decía ella como un hálito que le alfombraba
cada paso del día, de manera que, al caminar entre los árboles invadidos por la
melaza olorosa del monte cercano, al rozar su mano las balaustradas con su
intenso olor a café o panela regalando fresco al clamor de tantos ojos, no
podía menos que sentir un tenso y férreo hilo que hacia abajo le arrastraba
como si fuera un cansancio definitivo antes del tiempo.
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