Deja ir la mirada tras la ventanilla del autobús, hasta que la fija por un minuto en un viejo que trota por el parque. Quizás es muy viejo. Quizás levanta demasiado los brazos. El caso es que el autobús detiene su marcha el tiempo suficiente para que el hombre detalle al viejo. Aún no llega la media mañana, por lo que la sombra del viejo en la acera es pronunciada, nítida. Demasiado nítida, piensa el hombre. Sus formas son exactas: las líneas rectas forman figuras geométricas variables que no van acordes a los movimientos del viejo. Avanza de nuevo el autobús; atrás queda el viejo y su sombra maligna. Pocas cuadras faltan para la estación en la que el hombre tiene que bajar. El pánico empieza a crecer en su pecho.
1. La primera taza de café, justo antes de comenzar la mañana. Gemelas siamesas entrelazadas, esa taza y esa mañana. En la penumbra, el abuelo encendiendo los fogones para iniciar el origen, como en tantas otras madrugadas cuya presencia jamás vas a palpar de nuevo. El hágase del tiempo primigenio se encarna en los pasos lentos de los morrocoyes del patio de adentro, para apacentar el poco antes del resplandor que alzará entremezclados en copas de tumultuoso follaje, el primer alborozo de pájaros y las claridades mensajeras del primer calor. El agua hierve y reposa enseguida. Con ella y en ella, se sosiega el polvo del café, y fluye luego a cuatro pequeños pocillos para alzarse de ellos con su oloroso vaho, esparciendo su aroma por toda la casa como la cal que con cuidado esparce sobre las espesas paredes el viejo obrero que cada año las recompone, y aún un poco más allá, hasta la carrilera que saluda a la verja principal y conserva el paso invisible de los cuatro vecinos que ya ...
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