Carmen apenas toca la puerta, cuando se abre: su sobrina esperaba. Ambas miradas respiran alegría. «Aún es bella, a pesar de la sepultura hace tantos años», piensa la sobrina.
«Hijita», dice Carmen, «siempre los llevo en mi corazón. Pero me tengo que ir, otra vez. Acompáñame a comprar la tela para el vestido nuevo». La sobrina está conforme. Ambas salen. Afuera espera el viejo camión donde los tíos cargaban la leche de la finca a la ciudad. La tía al volante; la sobrina, indicando el camino por entre las estrechas calles de la ciudad desconocida.
El tráfico es lento. La sobrina entrecierra los ojos, y los murmullos de voces familiares caen sobre su piel, como entre la niebla que baja de la montaña aún con la temprana virilidad de la tierra. Entrechocan los cántaros soltando el mugido de las vacas recién ordeñadas que reclaman a sus terneros. El vergel cercano respira su vaho entre los ladridos que amenazan con timidez la mica de los abuelos, las hamacas del corredor y las esteras recostadas junto a los sacos del café. Desde la cocina ondula el crepitar de la primera leña que madruga, dejando deslizar en su cenizo aroma todo aquello que alguna vez fue familia en su vertical presencia.
La sobrina abre los ojos. Están en casa. La tía Carmen, iluminada con su vestido nuevo, la abraza: «Ya me voy». Baja la voz: «Dile a todos que los quiero mucho, y en especial a él. Dile a todos que necesito de sus oraciones». Se levanta, se dirige a la puerta, abre. Antes de salir, manda un beso al aire: «No lo olvides. Y oren por mi».
La puerta se cierra. La sobrina siente un alivio inmenso. Cierra los ojos y agradece. Ya no hay que esperar: el vestido quedó maravilloso.
«Hijita», dice Carmen, «siempre los llevo en mi corazón. Pero me tengo que ir, otra vez. Acompáñame a comprar la tela para el vestido nuevo». La sobrina está conforme. Ambas salen. Afuera espera el viejo camión donde los tíos cargaban la leche de la finca a la ciudad. La tía al volante; la sobrina, indicando el camino por entre las estrechas calles de la ciudad desconocida.
El tráfico es lento. La sobrina entrecierra los ojos, y los murmullos de voces familiares caen sobre su piel, como entre la niebla que baja de la montaña aún con la temprana virilidad de la tierra. Entrechocan los cántaros soltando el mugido de las vacas recién ordeñadas que reclaman a sus terneros. El vergel cercano respira su vaho entre los ladridos que amenazan con timidez la mica de los abuelos, las hamacas del corredor y las esteras recostadas junto a los sacos del café. Desde la cocina ondula el crepitar de la primera leña que madruga, dejando deslizar en su cenizo aroma todo aquello que alguna vez fue familia en su vertical presencia.
La sobrina abre los ojos. Están en casa. La tía Carmen, iluminada con su vestido nuevo, la abraza: «Ya me voy». Baja la voz: «Dile a todos que los quiero mucho, y en especial a él. Dile a todos que necesito de sus oraciones». Se levanta, se dirige a la puerta, abre. Antes de salir, manda un beso al aire: «No lo olvides. Y oren por mi».
La puerta se cierra. La sobrina siente un alivio inmenso. Cierra los ojos y agradece. Ya no hay que esperar: el vestido quedó maravilloso.
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