Las citas, palabras de Rafael Alberti en La Arboleda Perdida (Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2003. Primera parte-pp- y segunda parte -sp-)...
Alfarero:
Érase que se era un viejo muy viejecito, aunque tenía sólo tres años menos que yo. Parecía mi bisabuelo. Y era alfarero. Tocaba el barro lentamente, amasándolo con verdadera unción contemplativa, como si sus dedos acariciasen una carne sagrada, a la que había de dar formas sublimes, diferentes. Ganaba muy poquito. Unos chiquillos iban a buscarle la arcilla a unas subidas tierras húmedas, resbaladizas, de la montaña. (...) ¿Por cuánto vendía luego sus anforillas, vasos, platos, toritos, decorados con la una o una varilla de madera? Lo que quisieran darle. (…) Pero él era feliz, rodeado de aquellos rústicos cacharrillos, que eran la vida de sus dedos. ¿Se habrá muerto tal vez ya, pobre pero dichoso, y andará ahora quizá volando por ahí, intentando recuperar sus propias figuritas que tanto amaba, sus platos, sus toritos, sus botijos, sus vasos, porosos de leche y agua fresca, por otras aldeíllas como la suya, o quién sabe si por algunas ciudades lejanas, a donde pudieron llegar sus cacharritos de alfarero? (sp, 115)
Uróboro:
… el ambiente de España era horrible. El intento de reforma agraria de la República era reprimido violentamente en todos los pueblos. Se habían prometido las tierras y la respuesta de los ricos fue de la más inusitada violencia. (sp, 76)
Anhelo:
Esta Sofía era una niña de doce o trece años, a quien en los largos primeros meses de mi enfermedad contemplaba abstraído ante un atlas geográfico tras los cristales encendidos de su ventana. Desde la mia, sólo un piso más alta, veía cómo su dedo viajaba lentamente por los mares azules, los cabos, las bahías, las tierras firmes de los mapas, presos entre las finas redes de meridianos y paralelos. (pp, 184)
Decadencia:
Vivía mi tío Vicente en una casa, sorda y en mal estado, de la calle Fernán Caballero. Cada vez la familia habitaba menos espacio. Los derrumbos y las grietas que iban abriéndose hacían que poco a poco fueran retirándose, (…) ¡Casa lóbrega y misteriosa, llena de miedos, a la que nunca nos atrevíamos a ir solos, sino en compañía de mamá o aprovechando la visita de alguien mayor que nos ayudara a subir nuestro pánico por su escalera oscura, crujiente de arenilla desprendida del techo! Aquella vivienda, como la familia que la habitaba, se iba viniendo abajo todos los días un poco, hasta llegar a la mayor ruina. (pp, 35-36)
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