Cuenta Miguel Otero Silva que Inés, amante de Pedro de Ursúa y su acompañante en la jornada del Marañón, era descendiente de nobleza indígena. Cuenta además de la gran sed que le acompañaba. Esta crónica recoge algo de lo insinuado por el autor venezolano.
Alguien dijo que no había conocido hombre alguno que me hiciera estremecer. Después de noches de amantazgo, mi madre lloraba. Ella, que siempre sostuvo que sólo la mujer estremecida es feliz, lloraba por mi tristeza. Poco faltaba para el amanecer en la hermosa ciudad, cuando yo salía de alguno de los palacios para encontrarme con mi madre. Era una hora propicia para evitar las miradas pundonorosas y acusadoras de las mujeres que habitan Trujillo. Detrás de una puerta ella me solía esperar. Su llanto se había secado. No vislumbraba ninguna luz salvaje en mis ojos negros, profundos, ni tampoco crispación alguna en mi piel, ni embeleso de lenguas en mi aliento. Su llanto seco era por dentro.
Alguien dijo que era un llanto de muchos años. Siempre lo presentí. Hace mucho tiempo, cuando mi madre era joven, el goce limpio del fuerte cuerpo del amante se había extinguido. Alguien dijo que cuando la noche encendía sus farolas, los cuerpos se buscaban en los nichos que ofrecían las sombras. Cuando se tocaban los cuerpos, brotaba el duro trabajo de la minga, el susurro de la selva que los envolvía, el crujir de las tinajas al fuego, los difuntos con sus advertencias y saberes, todo así en tanto los alientos se confundían como un pábilo que buscara ahuyentar el cansancio. Noches, noches y noches, y muchas más noches, hirviendo en sangre para hacer esta sangre que hoy no hierve y que en su frío clamor ha secado las lágrimas de mi madre. De ella supe lo que era la lumbre de la noche: el miembro viril era todo el cuerpo, manos y pies, ojos ardientes y cabello azabache, todo él penetrando la cálida y húmeda abertura que rea todo el cuerpo, cabello ardiente y ojos azabaches, pies y manos, y en ambos las lenguas rosadas de colibrí de la mañana que vendría, dejando fluir en su cansancio la llanura, el volcán, el rio perezoso y luego tronador en sus caídas viscerales, el vuelo inmenso del cóndor.
Alguien dijo que era mi madre una de las concubinas del príncipe Huascar, que allí había conocido las mieles que hoy yo no conozco. Para ella, pronto fue el dolor. Por poco pudo escapar de la matanza ordenada por Atahualpa. Luego, fue el miedo. Hablaron las señales del cielo: los dioses estaban enojados. Pronto volverían a reclamar lo suyo, y en tanto los avisos se hacían más perentorios, los hijos del Sol entre ellos se buscaban como perros feroces. El momento llegó: aromas nuevos y espantosos penetraron la tierra, los truenos bajaron de las nubes, mordiendo y explotando como pequeños volcanes.
Alguien dijo que allí empezó el llanto. El hijo del Sol cayó a los pies de los nuevos dioses. Todo se cumplió tan y como los augurios lo habían dicho. Lo que nunca dijeron fue que nunca más podríamos encontrarnos. Nunca dijeron que nos alimentarían con una vejez prematura, ni con el ave negra del nuevo dios. Desde entonces, lo que era estremecimiento de dioses se hizo culpa. Nos robaron la noche, que ya no fue nicho sino cortina de hierro.
Alguien dijo que desde aquel entonces, cada mujer nuestra esperaba con temor el despertar de los faroles del cielo. Se escuchaba los pasos que se acercaban, y en ellos ya no habitaba el afán de la lenta caricia, el largo beso, el inquieto mirarse. Los pasos en ocasiones susurraban su olor de trajes largos, de tela pesada y acordonados a la cintura; en otras, era un tintineo de armadura; pero ambos, susurro y tintineo, eran sordos a la letanía del apacible abrazo. De pronto, sin aviso, la cruda piedra entraba, desgarraba, y era la peor de las guerras.
Alguien dijo que, desde que nací, mi madre esperaba que yo no repitiera la sombra ajena que la amortajaba. Tuvo esperanza en ello porque siendo mestiza pero hija de noble, recibí cuidado especial. Desde muy temprano, la hija de Blas de Atienza posó en sus ojos el negro de la pluma del cóndor, y en su piel la canela de las maderas que los comerciantes traían de ultramar. A medida que crecía, Inés de Atienza, la hija mestiza de Blas de Atienza, fue haciéndose como un nicho vacío, con delicadas labrantías de pluma y cuero en su interior, esperando. Mi madre no lloraba, secas ya sus lágrimas, pero también esperando el juego que me habitará. Ella lo dice y confía: llegará.
Alguien dijo que se acerca el tiempo. Los rumores han crecido cada vez más, y nuevos hombres empiezan a reunirse, para emprender el camino hacia el río Huallaga. Se dice que viene un capitán, Pedro de Ursúa, y mi madre alista para él las mejores galas. Destino grande me espera, dice ella, un gozo por fin anhelado y, desde allí, una gran venganza. No estoy segura. En mis sueños, una sombra cojitranca acecha, a lo lejos.
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