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Artesanía (4 de 5)

4. Donde la artesanía cuenta algunos secretos.
Las averías no eran considerables. Con firmeza, la recia madera había recibido las formas imaginadas y las supo conservar por entre la tela de los años. Los colores de los libros tallados estaban pálidos, lo cual se podría explicar como producto de largas exposiciones al sol, y en los lomos de ellos pequeñas abolladuras y rasgaduras evocaban caídas bruscas. Las bisagras no se avergonzaban de su opaca herrumbre que con paciencia les invadía; una de ellas estaba floja, lo que hacía bailar la tapa. Ésta era condición similar de la que participaba la cerradura, pues a su alrededor se podía notar una astilla, pequeña pero considerable, que le hacía perder su pulcritud de centro. Al correr el lomo, se podía advertir la pereza de la madera para deslizarse sobre su hermana.
El Artesano alcanzó un papel granulado, grueso y de color ceniciento, y empezó a frotarlo con fuerza y continuidad sobre la madera. El sonido así convocado le evocó el cachorro que su padre había regalado a su hermana, siendo muy pequeños, y su rasgar la puerta del apartamento, con breves aullidos, buscando salir al mundo. Creía recordar al padre insistiendo, a manera de fatal admonición, en que si dejaba salir al perrito, un carro lo podía atropellar. La niña, un día, abrió la puerta y salió tras el cachorro; poco después la familia entraba con pesadumbre, la niña llorando desconsolada, la madre tratando de calmarla, y el padre, aunque consolador, con un disgusto sombrío que pocos años después se apoderaría de él, para hacer de ese llanto un vaho gris que acompañaría a los hermanos en las horas en que las tinieblas del mundo se asomaban por los entresijos de la cotidianidad.
Parando un momento, alzó la caja entre sus manos y sopló, despejando el aserrín que, como canícula material, se esparció sin sospecha de su destino final y por cualquier lado. Se concentró de nuevo en su movimiento. Muy en el fondo, sin sospecharlo siquiera, sin afeites se encontraba la verdad de la madera, corazón implacable anudado para siempre. Así, una madrugada fría y de llovizna, una joven mujer salía con sigilo de su casa para reunirse y huir con el prohibido, pues ambas familias eran de partidos políticos enemigos; pronto habría de llegar el hijo de aquellos dos que, separados y en conflicto tiempo después, habría de criarse en la casa de los abuelos maternos con sus tíos como hermanos; para este muchacho, su madre fue apenas una severa visita, alguna vez, y su padre como el vacío interior de un árbol seco.
El punto de la desnudez se acercaba. Ahora el Artesano debía trabajar por los entresijos. Dejó el papel grueso a un lado, y buscó un granulado más fino y manipulable, para poder doblarlo e introducirlo entre las líneas de los lomos simulados de libros, y emparejar lo que en las superficies amplias ya había hecho. Allí, a pesar de que lo alcanzara con cuidado y aún lograra el pulimento pensado, una oscura penumbra siempre habitaría. Como un temprano ocaso el muchacho la había recogido, sin saber qué flor mortal eclosionaría años después. En medio de los toques de campana, los cascos de las bestias arreando las faenas agrícolas, el sonido fantasma del tren inexistente ahora, la algarabía de campesinos y pueblerinos en sus intercambios diarios, el muchacho se encaminó hacia su hombría de esposo y padre. Recordaba el Artesano, más en la impresión que en el detalle, el narrar de su hermana de un tiempo muy feliz en el que él, incluso, ya había hecho presencia. Pero aquella aridez, aquel vacío sin peso, anhelaba un péndulo, y empezó a modelar en la arcilla de aquellas ausencias. La ocasión fue una nueva casa. Jamás se supo qué vibró entre aquellas paredes, qué de latente grisura se esculpió en el gesto y en la palabra, aunque de suficiente masa para conformarse como un largo, creciente y dolorido maullido.
Había llegado. La pintura raspada dejó paso al palpitar de la superficie, que fue resanada en las pequeñas fisuras. El Artesano procuró siempre despejar, pero tratando, al tiempo, de no tocar las tonalidades absorbidas. Sabía que éstas ya pertenecían a la configuración misma del material, y mal hubiera hecho en alterarlas. Alcanzó los pinceles, y escogiendo con tino los líquidos que habrían de cuidar y realzar, empezó a aplicarlos. Era curioso. Como una devastación fue su padre, levantándose como una voz ronca y pedregosa en tan pocos años. Así, y después del fallecimiento de aquel hombre, él y su hermana tuvieron la tarea de recoger cenizas y astillas, y darle un lugar en el universo, recreando así las propias. Si lo habían logrado o no, no lo sabía. Antes de morir, su hermana le refería sueños recurrentes en donde ella palpaba un corazón que de nuevo empezaba a latir como si fuera el primer nacimiento de un riachuelo, pero tantos años de fatiga le hacían dudar. Ahora sólo quedaba él, y también tan sin respuestas.
Suspiró. En medio de la penumbra que se empezaba a retirar para dar paso a la definitiva noche, posó con sumo cuidado la artesanía en un pequeño espacio despejado de mugre y polvo, como si fuera un cáliz destinado a la más regia de las ocasiones. Mientras lo hacía, tomó conciencia de los ruidos de su estómago, del ligero mareo de sus ojos y del entumecimiento de sus miembros. No se había puesto en pie en todo el día, excepto para acercarse a la luz de la ventana y examinar tal o cual detalle de la caja que tenía entre sus manos. Se estiró, encendiendo un cigarrillo. La caja descansaría, serenando sus fibras y sus nuevos vestidos con las brisas de la noche. Al día siguiente el Artesano se ocuparía de sus metales y últimos detalles en lo que sería, calculaba, media jornada o algo más. En esa noche, a lo sumo, sería devuelto el esplendor de esa artesanía para el mundo, aunque, sabía el Artesano, el mundo no la reconocería como suya.
Aspirando el humo, se acercó a la ventana de su habitación. La noche había cerrado ya, y desde las paredes exteriores hasta el horizonte, un zumbido espeso e insalubre recorría todas las superficies dispuesto a ser bebido por la multitud que allí habitaba. Pensó que aquel día había logrado no tomar de aquel néctar. Pensó, agradecido, en la caja que dormía en su sala de trabajo. Tiró la colilla por la ventana y se acostó. Pensó, no supo por qué, en su hermana y él alrededor de un fuego crepitante, y detrás de ellos, como pidiendo disculpas y un pequeño espacio para recibir algo del calor del fuego, el perfil difuso y penumbroso de su padre, otras tantas y tantas como sombras que, sin embargo y por efecto de la calidez hallada, no terminaban ahora de serlo. Durmió tranquilo.

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