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Artesanía (y 5)

5. La artesanía es devuelta a su legítimo dueño: entregada, pero a la vez perdida.
Algunos días pasaron, alimentados con la textura del concreto; escalaron así una verticalidad monocorde y austera que regalaba su aliento a los habitantes de aquella ciudad, sin pedir nada a cambio, excepto esa fidelidad de macho arácnido que servirá de alimento a sus crías oscuras. En medio de ellos, el Artesano logró ignorar la melaza entenebrecida de su entorno mientras tuvo en uno de sus estantes aquella artesanía, que reposaba a la manera de un diosecillo tutelar, en un espacio como reservado para ella.
Para él, esto no significó un cambio de rutina en absoluto. El permanente murmullo del Espíritu amplificaba su intensidad con los albores del día y comenzaba su rutinario masticar, dejando en el aire y a lo largo de las horas, aquella niebla gris y pálida que devenía en polvo fino y minúsculo, a la manera de un palmetazo sobre el hombro, invisible y tenue, que concedía a cada ser vivo o inanimado de aquella ciudad su pertenencia al hogar. Aunque jamás lo expresó con palabras, en Artesano sabía muy en el fondo de aquella paternal presencia que le reprochaba, como en una mirada sorda pero que alacraneaba la piel con insistencia, su modesta negativa a vivir.
No podía ser de otra manera. Años, y aún sangre, había costado lograr el orden del mundo. Alto precio se pagó: el destierro de lo que en otros tiempos podía ser una lumbre simple que permitía la emergencia de las más dispares conversaciones y sentimientos, dio paso a luminiscencias exactas y medibles, aunque sin evitar cierta soterrada nostalgia. Los tratadistas pueden dar cuenta del formidable desarrollo, en el último decenio, de esa ciencia múltiple y reina de todas, la ingeniería social, que como la antigua teología se ocupó de la integración y de enfrentar aquella piedrecilla en el engranaje, ínfima pero feroz. De tal historia no nos ocupamos en esta crónica: tan sólo dilucidamos no una piedrecilla, sino acaso un mínimo grano, a punto de extinguirse, pero tan ejemplar como alguno mayor de su familia.
En efecto y con intensidad notable, durante un día aquel Artesano, durante un día sólo, día perversamente preparado, tuvo nombre y tuvo historia singular. Sólo ese día bastó para borrar décadas de aprendizaje, décadas de preparación, que lo conducirían, así fuera en el último minuto de su existencia, a aceptar el Espíritu. Comprenderá el lector las insinuaciones permanentes acerca del horror, acerca de lo terrible y oscuro, que se han realizado en los párrafos precedentes. Un misterio que debió de ser desterrado, no ya a las viejas usanzas de una ceremonia ritual colectiva, sino con el simple e inmediato hecho, asumible por cualquiera, de tener a la mano un bote de basura y un almacén. ¿Será necesario insistir y recapitular? Un objeto utilitario que se atrevió a ser artesanía, artesanía con secreto; el capricho incomprensible de una mujer, la cobarde servidumbre de un hombre, y la innombrable costumbre de tener piel en las manos por parte de un vejete; el rito preparado con lentitud demoniaca para devolver una vida no merecida, y en torno a esto, evocaciones de un estado inaceptable, hoy día, como si fuera un vivir aceptable…
Comprendemos, a estas alturas, la impaciencia y desconcierto del lector. Hemos tratado de describir con objetividad lo ocurrido en aquellos días, aunque sabemos que, a despecho del buen arte de la crónica, ha sido inevitable realizar insinuaciones sobre las alteraciones espirituales que allí se evidencian. Por fortuna, poco queda por decir. En las fechas acordadas, el hombre que había dejado en manos del Artesano aquella caja de madera, pasó a recogerla. Su actitud de recibir la bolsa de papel en la cual el objeto estaba envuelto, de ni siquiera abrirla para revisar lo correcto del trabajo encargado, de pagar sin chistar lo acordado y de la rápida retirada del pequeño y apretujado local, explicitaban que, para él, era el fin de un compromiso innecesario, de un paréntesis fastidioso en la normatividad de la existencia, de un inútil pacto con el extraño humor de su mujer.
No así para el Artesano. Aunque el buen sentir nos dicte cosa contraria, es necesario consignar lo que ocurrió. Al entregar aquel objeto, no experimentó el Artesano estar entregando un objeto más o un, por lo menos, cumplir con su deber de reparador de objetos. No. Así como quién sabe cuándo alguien imaginó dejar pequeñas huellas de su vida en aquella madera, como cifras que invitaban a un comprender preñado de símbolos abiertos y ajenos a toda verticalidad, así también el Artesano (diremos a su favor: sin pretenderlo) insufló su aliento propio en la paciente reconstrucción que realizó. Lo que dejaba en manos de aquel desconocido lo dejaba con un oscuro sentimiento maternal, manifestado en el leve temblor de manos al entregar el pedido y la indiferencia con la que posó el pago sobre cualquier mueble.
Quizás es que aquellos días de espera y trabajo –era de lo que tomaba conciencia al momento en el que aquel caballero se retiraba– fue él mismo, porque fue sus sueños y sus ancestros, porque fue sus pasos y sus callejones, porque fue el aprendiz y el oscuro, porque fue la devastación y la gloria en ese tan mínimo e insignificante espacio de la vida que había vivido. El secreto y la llave eran él, él mismo, él mismo artificio, escondrijo, truco, tono exquisito en las fibras de aquel vegetal caído. No sólo se iba la caja de madera en manos de un hombre de bien. Era él quien se retiraba, por fin, al mundo de las sombras, con un peso humano sin nombre, sin ambición, pero por eso mismo tan atroz para con el Espíritu de nuestros tiempos.
Lo que haya sido de aquel Artesano y de aquella caja de madera poco interesa. Quien hoy pase por la calle de la que con conciencia hemos evitado proporcionar su ubicación, encontrará la pujanza del metal y del acero y sepultadas ya las pretensiones de un mundo arcaico. Sin embargo, es posible que algunos espíritus sensibles experimenten un desasosiego. No hemos pretendido más que ofrecer una breve explicación de algo que aún permanece –y, sospechamos, permanecerá– insepulto e incomprensible. Es inevitable, y aunque nuestra concentración en el asfalto por lo normal nos permite trazar estrategias frente al ya leve fantasma de la humanidad, ya sabemos la ejemplar necedad de él. Cualquier día, en cualquier momento, lo innombrable se asomará en una esquina inesperada.
Sea esta crónica una advertencia para esa posibilidad.

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