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Comentario: Mira por dónde (Savater)


1. EL LIBRO
Entre mis desordenadas manos cayó, a principios del mes pasado, la “autobiografía razonada” –tal es el subtítulo- de Fernando Savater, titulada Mira por dónde (Taurus, Bogotá 2003). No es gran cosa, si se atiene el lector a las difusas exigencias de la alta literatura o la alta filosofía, pero es esplendorosa e indecentemente (para aquéllos) alegre. Creo que tal calificativo gustaría al autor, tan despreocupado de autoridades eruditas, tan humano en esa cotidianidad que a todos nos envuelve y que nos aleja de los eminentes, tan burlón de estos. Es un libro alegre.
Algunos alzarán la ceja. Le comenté a un amigo, filósofo, que acababa de leer “un libro ligero de un tal Savater, español, creo” –dicho así tan sólo para picarle la lengua-. “Es un filósofo vasco”, me respondió, “que ni es filósofo ni es vasco”. Suficiente elogio. Algo así cuenta Savater, respecto de alguno de sus amados autores: basta la prohibición de alguien muy serio, para saber que encontraremos algunas perlas por allí.

2. ¿TRABAJAR? APARTA DE MÍ ESE CÁLIZ…
El prólogo es encantador, y valdría la pena trascribirlo como carta de navegación. Hete aquí que aparece ante tus ojos un hombre al que, descaradamente y siendo autor renombrado, no le gusta trabajar. El maldito se da el lujo de declararlo en una precisa pregunta: “¿Cómo precisar que en efecto soy un buen administrador de mi tiempo, pero solamente en nombre del difícil arte de evitar el trabajo y no la pasión por ejercerlo?” (p.11). Creo que, finalmente y aparte de veleidades existenciales perfectamente comprensibles, se dedica en 391 páginas a responder tal pregunta.
Colocando tono a su biografía desde este puntal, entre explicación y anécdota va soltando algunas verdades de buen tono, sentido común, e incluso existencialmente dogmáticas. “No trabajar significa cultivar la fidelidad a aquello que causa placer… y lograr rentabilizarlo” (p.15). No se trata de basura, claro está: es consciente que, de cuando en cuando, hay que degradar esa fidelidad, pero esta actitud pragmática tendrá (ha tenido, en su caso) sus recompensas, y exige, además, una pulcritud extraordinaria del alma: “Me privo fácilmente del placer costoso de dar síntomas constantes de genialidad” (p.15).
A propósito de ello, en cinco preciosas páginas arremete contra la fatuidad de los genios, él, filósofo, tan normalito y todo (p.16-20). En mi humilde y gozosa opinión, las mejores cinco páginas que en mucho tiempo he leído. A mí, que ando por los lados de la teología, me basta tachar filosofía y sus derivados, y en su lugar escribir teología, y me encuentro al pelo con la situación que suelo vivir. Incluso, de manera más amplia, sus palabras se refieren a cualquier institución y sus sumos sacerdotes. “La vocación de sistema”, afirma, en palabras que comparto por completo, “no sólo me parece un fraude… sino una auténtica ridiculez”; y esto, desde una metáfora de una sensatez carnal: “Que alguien hoy aspire a construir un sistema filosófico, me parece tan pretensioso como el sapo empeñado en hincharse e hincharse hasta alcanzar el tamaño del buey. A ese sapo ninguna bella dama le convertirá en príncipe con un beso oportuno: reventará miserablemente” (p.16). Y sí: cuántos hay, de hinchados, que no son capaces de emocionarse en la piel, y mandan a la mierda a cuantos le rodean por untarlos de su mierda.
De allí la necesidad de escribir para locos y para niños. La profunda necesidad de, frente a las instituciones, ser un infiltrado y un improvisador. Démosle la palabra al mismo autor:
…debería seguramente haberme leído todas las revistas de mi especialidad, en lugar de tebeos o cuentos de fantasmas. Pero no me ha dado la gana, sencillamente. Por eso sólo escribo para niños o para ignorantes, para cómplices modestos y devotos con quienes conecto porque comprendo su perplejidad, su confusión; y las comparto. Detesto a quienes se toman la vida como si fuera una oposición a cátedra y procuran acumular doctorados, méritos diversos, certificados, cursos de aquello o de lo otro, de lo que sea. En ese mundo académico, del que también me he lucrado aunque siempre escaqueándome ante sus tediosos requisitos, sólo de sido un infiltrado. Nunca me lo he tomado en serio y, afortunada y legítimamente, tampoco mis colegas me han tomado nunca demasiado en serio a mí. (p.19)
¡Qué más quisiera yo, Fernando! ¡Qué más quisiera yo! Para él, no se trata de un sentimiento temporal. Páginas adelante, de nuevo con fervor su credo:
A fin de cuentas, acabé siendo un simple profesor de filosofía; no un creador ni un verdadero filósofo, como Spinoza o Nietzsche. En realidad, he sido algo menos que un profesor, porque nunca he formado parte más que accidental de la academia que me ha dado tanto tiempo de comer. No sé alemán ni griego, carezco de la imprescindible bibliografía, me aburren las tesis, las notas eruditas y soy incapaz de organizar un currículo como el Rector manda. Nunca he querido estar completamente dentro y me ha faltado talento o ascetismo para mantenerme completamente fuera. He vivido de la Universidad, pero nunca para la Universidad ni siquiera realmente el ella. Al margen, en los intersticios, fingiendo una convicción profesional que jamás he sentido: temiendo ser alguna vez descubierto. Lo único auténtico de mi carrera fue su origen, aquel día que en la clase de bachillerato trompeteé a contrapelo que el hombre ha venido al mundo para ser feliz. El resto es silencio… y quizá corolario. (p.165)

3. INSTITUCIONES FUERTES Y DÉBILES.
Las páginas pasaron rápido, y agradables: la infancia, los adultos tutelares, las nostalgias, “los restos del naufragio, lo que trae la marea, lo que aún no se ha llevado la resaca” (p.22). Así, estas memorias, recogiendo tan sólo algunos fragmentos y las impresiones que me haya suscitado.
Se confiesa “la persona menos favorecida en ese terreno supraterreno” en el que abundan tantos fanáticos e iluminados (p.149). Pienso, cómo no, en la dulzona complacencia de tantos teólogos y clérigos que conozco, que muy sutil y despectivamente (y entre más despectivos, más sutiles) rebajan en su humanidad a quienes se atreven a dudar, por decir lo menos.
En su discurrir, recuerda en una conferencia la intervención de un clérigo respecto del respaldo sobrenatural –a pesar de sus abusos- deducible de la permanencia de la institución eclesial a lo largo de los siglos. Es “al revés”, responde Savater a su evocado interlocutor: precisamente, nada de sobrenatural tiene que una institución perdure por siglos “a base de traiciones a su ideario, halagos a los poderosos, bendiciones de ejércitos e inversiones en paraísos fiscales”. Se le compara enseguida con una mafia, pero más que una mafia, pienso y él lo sabe, se trata de cualquier Institución: “Despiadadas y oportunistas… cuanto peores son, menos envejecen” (p.155).
Se trata, pues, de las instituciones, de toda institución. ¡Es inevitable la mediación de las instituciones, e inevitable la tendencia a su totalización! Pero también, para minimizar esta tendencia, está la debilidad. No basta ser infiltrado e improvisador frente a ellas. Hay que debilitarlas también. Claro que, en esa debilidad, milagroso sería que una institución así sobreviviera: “Pero si una comunidad de fieles que maldijese a los grandes y ayudase a los pequeños, sin jerarquías, practicando la comunidad de bienes y condenando por igual los apetitos de la carne y los del intelecto, hubiera logrado persistir más de dos mil años… ¡caramba, sería para empezar a creer en milagros!” (p.155).
Breve digresión sobre esto último. Pienso en los estudios de J.D. Crossan sobre el Jesús histórico. La comunidad jesuánica y sus inmediatos seguidores quizás –con sus matices- eran ese sueño de Savater. Y es cierto: no hubieran logrado persistir. La traición fue necesaria. Hasta dónde ésta, es el asunto sobre el cual nunca se sabrá responder. En palabras del mismo Savater: para su sobrevivencia, hubo de degradarse la felicidad.
¿Y cómo mantener débiles las instituciones? Fórmula inexistente, porque depende de la feroz voluntad ácrata que logremos cultivar. Por demás, toda institución es el comienzo del Ser, y del Ser-ahí, y toda parafernalia que le sigue. De esta manera:
Los demás solían referirse a nosotros como “los ácratas” y nosotros procurábamos no llamarnos ni en nuestros pensamientos de ningún modo, porque todo nombre es comienzo de institución y no hay instituciones subversivas, todas trabajan a favor del orden. (…) Nosotros no teníamos comité central, ni siglas, ni carnés, ni siquiera podía nadie “ser” de los nuestros, porque todo ser pertenece al enemigo. (p.182-183; cursiva mía)

4. CARNE.
La filosofía de Savater, si se me permite decirlo, aspira a ser cotidiana y carnal. Dejando a un lado su constante pelea con las instituciones, he aquí una perla para esa llamada lenguaje:
El tipo de crítico literario que valora ante todo en un texto el escrupuloso respeto a las “leyes” lingüísticas establecidas por los pedantes o los eunucos es como el moralista que estima la coyunda amorosa según cumpla o no las pautas del misionero. Y siguiendo con esta misma –salaz- vena analógica, diré que el lenguaje es para mí como los genitales, en cuyo uso inflamado de refocilo pero cuyo estudio anatómico me aburre y hasta me causa un poquito de repelús. (p.161)
Pienso de nuevo: cambiemos lenguaje por teología… El resultado es hermoso, y debería ser un proyecto de pensamiento.
La carne, la piel; es decir: los espejos, los ojos de agua, los pozos en cuyas aguas las horas baten en su lentitud insondable nuestras miradas entrecruzadas, las que fueron y permanecen transformadas pero tan firmes en su fue, las que son y hunden sus raíces en las del quizás. O de otra forma, la carne, la piel, siempre presente en cuanto se altera y rompe el muro (The Wall, Pink Floid).
Alteraciones. “Embriaguez”, lo llama Savater, en uno de los capítulos dedicado a ello. Lo anterior lo pensaba al caminar por algunas líneas. Con sinceridad humana (no es redundante: hay tantos sinceros institucionales) reconoce: “todos amamos embriagarnos”. Momentos antes, ha indicado: “Buscar lo que altera la percepción con el fin de exaltar o amortiguar el ánimo consciente es una parte insoslayable de la evolución de la conciencia”. Esto no es, claro está, lo mejor para ciertas personas: “Noticia inquietante para los capataces preocupados de nuestra productividad a ultranza y para los guardianes del orden público, pero qué le vamos a hacer” (p.206).

5. FOGONAZOS.
En el camino, como rosario desordenado se van desgranado diversas perlas. Llaman la atención, o hacen aparecer rápidos y ligeros pensamientos. Aquí, algunas de aquellas, y algunos de estos. A veces, alguna sin alguno; otras, alguna y alguno. El alguno, que es mío, en cursiva
  1. (…) el escritor así llamado porque vive o intenta escribir, como cualquier otro artesano (…) tiene escaso parentesco con el héroe incorruptible de las Bellas Letras, amojonado en su virtud y su estreñimiento. (p.230)
Quisiera yo ver una teología artesana. Conozco algunos embriones. Por mí, escribiría: “el teólogo, así llamado porque vive o intenta escribir, como cualquier otro artesano, poco parentesco tiene con el incorruptible pensador o santo de la Gran Teología, amojonado en su virtud y su estreñimiento”.
  1. (…) tengo comprobado que la amistad suele ser distraída, mientras que quienes nos son realmente hostiles nunca dejan de estar halagadoramente pendientes de nosotros. (p.252)
  2. Comer bien es una forma de alegría, no un doctorado. Cualquier placer que se convierte en ciencia, pierde jugo… salvo que ese paso a la academia sea también parte de la diversión, y se haga tongue in cheek o guiñando el ojo. (p.261-262)
De vueltas con la teología. Diría yo: Hacer teología es una forma de alegría, no un doctorado.
  1. Las “cuatro patas del tinglado de la antigua farsa” que sostiene el poder de la Iglesia: “la cuna, la escuela, el lecho matrimonial… los rituales funerarios” (p.289)
  2. A propósito de una de(batida) conferencia: “De nuevo una sala con llenazo hasta la bandera y un público nacionalista padeciendo todas las temperaturas del fervor, desde la tibieza hasta la antropofagia”. (p.311, cursiva mía)

6. VIAJEROS (O REGRESADORES), PARA UN FINAL.
Le encanta quedarse en casa, al Savater. Viajes habrá hecho, pero siempre anhelando volver a casa. Reconoce la disposición de aquella especie de los viajeros, pero él con humildad reconoce que lo suyo es regresar: incluso -lo llega a insinuar- quedarse. No es un viajero; es un regresador (p.315).
En cuanto comienza el viaje, aparece el trauma: “No me reconozco: parezco deshabitado”. Los síntomas son claros: “en el espejo de cualquier lavado de aeropuerto o de hotel me veo cara de perturbado, de loco”. (p.316)
Pero es inevitable viajar. Forma parte de la inevitable y mínima institucionalidad, además que no deja de tener cierta pequeña y perversa emoción. Por ello el quedarse, que arriba mencioné, es apenas insinuación o, peor, proyección mía. Escribe Savater: “lo que me gusta es el regreso, aunque para disfrutarlo haya que partir antes”. De esta manera, el regresador queda diferenciado con claridad del viajero: “al auténtico viajero lo que debe gustarle es la ida, aunque haya luego que volver”. (p.315)
Los viajes, claro está, se agradecen. Paisajes y rostros, o rostros y paisajes –finalmente, unos y otros son espejo del uno o del otro- que pasan por la piel, en la remembranza de lo querido y, ahora en memoria, ausente pero presente. Una fuerte amistad con Octavio Paz, por ejemplo, y luego los años y la enfermedad, y la última visita, por parte de Savater, al cuerpo estragado –“él ya estaba en la región que la ayuda y el consuelo de los libros no alcanzan”- caminando ya a su cita de agenda inexacta, pero ineludible. Sólo cupo allí un gesto impotente, sincero, enorme: una mano que peina delicadamente los cabellos aún abundantes. La revelación, entonces: “Es por eso por lo que amamos, para lo que amamos: porque allá donde no llegan los libros ni la gloria, aún llega el amor”. (p.338)
Sin embargo, seas viajero o regresador, en cualquiera de sus posibles modalidades, un día la diferencia o el grado, y quizás incluso el amor, será irrelevante:
Lo que he visto y lo que he leído, lo que rememoro y lo que imagino se confundirán en una misma niebla definitiva, la clausura de las peregrinaciones, el irás y no volverás de los cuentos terribles: todo se perderá conmigo, como las lágrimas en la lluvia. (p.319)

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