DEL LIBRO DEL ÉXODO
Soy una voz que clama en el desierto…
y, claro está, nadie me escucha
en esta profundidad que sólo habitamos
la arena y yo.
De cuando en cuando oigo, a lo lejos, el rumor de pasos…
Al parecer los hombres me persiguen,
y yo, tímido, me escondo entre las grietas…
Aquieto mi ulular, y ellos escarban
entre el silencio, alerta los oídos
para el momento en que detrás de la piedra
salte. No me han podido atrapar.
Les temo. Rápidos en la ira
y feroces en la complacencia,
veloces cazadores, les temo.
Pero de ellos, he de confesarlo,
me atraen sus esclavos. Nadie
los llamó a estas tierras,
tan sólo vinieron arrastrados
por los guerreros y buscadores
de tesoros. En las noches, cuando
tienen que vigilar el fuego que atibia
los cansados pies de sus dueños,
la tristeza de sus ojos es tan bella
que como una nostalgia me invade
y entre las rocas me entreasomo
olisqueando allí un profundo pozo
entre cuyos reflejos algo se sacude.
Si los esclavos en sus vigilias murmuran
que han visto a dios,
es mi culpa
por haberme dejado entrever
entre las sombras...
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