1. ENTREVISTA.
Se prolongó un ruido seco a través del
cálido aire. El hombre se dirigía hacia el lugar iluminado por la intensa luz, en
tanto le alcanzaba la sensación de avanzar hacia el choque con una delicadísima
columna de mármol. El brillo lo absorbía todo, al punto de dejar como una nada
informe y vacía a su alrededor: un abandono cansado.
Acercándose, distinguió la forma. Un
escritorio viejo, pesado, angelical por el resplandor, con la pequeña guarda de
una silla vacía. Allí aguardaba un flaco anciano de barba corta, vestido como
cualquier día, inclinado y garrapateando con calculado gesto. Aquel viejo
ganaba solidez, y como si de él dependiera dejaba deslizar su fatigada
respiración y el golpetear de la pluma para que se entremezclaran, con
delicadeza, con los ecos del taconeo del hombre que avanzaba, junto al
persistente pero sordo rumor de la ciudad.
Minutos después, lo inevitable: todo se
detuvo. Allí, una luz, un hombre, un viejo, un escritorio, ya sin sonidos que
interrumpieran la liturgia de la piedra invadida por el musgo. El anciano ordenó,
adelantando con cuidado las sílabas: «Siéntese».
La silla era cuadrada, sin ornamentos, de
recto espaldar. Alguna vez -entrevió el hombre en sus pensamientos que se
deslizaban sin rumbo- alguien, en algún lugar lejano, le enseñó a sentarse.
Quizás repitió los gestos de aquel antiguo saber, aunque la intensa luz que de
arriba emanaba le empujaba su mentón hacia el pecho, como en la escucha de una
delicada música.
El viejo lo miraba. Alzó la mano y le
tendió un papel. Lo alcanzó, y acercándolo, se detuvo en sus líneas unos momentos.
Hubiera querido no estar allí, y aún, como si fuera el habitante de un profundo
pozo, ignorar la solidez de quienes caminan hacia él. No había manera de
negarlo: todo estaba escrito, clavado con la exactitud de una lápida en cada
montículo destinado.
«Es correcto», dijo el hombre.
«Ajá», respondió el anciano, con voz
dura, monocorde: «le avisaremos de la prueba».
El hombre no dijo nada más. Quizás le
hubiera gustado preguntar, aun pensar –y aún sabiéndolo fantasía– que aquel
viejo era un hermano largamente perdido. Pero era pesada la luz, tanto como la
pared de silencio. Se forzó a alzar los ojos. El resplandor le obligó a
protegerlos con sus párpados y manos. Bajando de nuevo la vista, pensó que
cualquier impulso era ya tardío: la luminosidad hambrienta había engullido todo.
Incluso sintió vergüenza por ocupar aquella silla, como si de robarle un manjar
a un dios se tratara.
Se levantó. Despacio, se encaminó a las
sombras. En cada paso, algo de materia le invadía: el ruido de sus órganos, la
flaca respiración entre sus músculos y huesos, el hormigueo de la planta de los
pies al posarse y levantarse, la sombra tenue apenas del aire no pedido. Y ya,
perdiéndose en la invisible oscuridad, como si tuviera motivo para un frágil
zarpazo de esperanza, dio la vuelta. Allá, lejos, tan sólo era una tenue y
delgadísima luminosidad vertical.
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