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Seis escenas, un hombre (3 de 6)


3: VENTANA
El momento, por ser tal, era más que posible, aunque le invadía el desasosiego. Pensó deseables el azar o la locura, a esta repentina conciencia de ignorancia. Observando sus llagados pies y su rotosa vestidura, supo tan de repente la presencia de fosos y afilados muros, que se estremeció como el podrido fruto a punto de acabar sus esperanzas frente al cuervo que le ha descubierto. Quizás se había confiado en demasía y actuado con demasiada prontitud. Una mirada por sobre su hombro le disuadió de dar vuelta atrás: la fangosa neblina se alzaba por entre las calles y los altos edificios, haciendo más aterradores sus murmullos de ausente multitud. «Seguiré», se dijo queriéndose convencer, «y encontraré una gota de redención». Un ángel aún en simiente escuchó la plegaria en su sueño inacabado, y su leve estertor dejó caer una baba que vino a estrellarse con la ventana. El débil tintineo sacó al hombre de su ensoñación.
Allí estaba, alta, ojo cuadrado sobre el muro en vigía de las sombras tanto de un lado como del otro, en ícono y metáfora de sí misma sin más pretensión que anularse como sí misma: exacta, pues, cuadrada, en el punto preciso para no ser nada más. Eso no lo sabía el hombre, tan sólo preocupado ahora por no estar acostumbrado a buscar entradas. Pensaba que era preciso proporcionarse una, y por lógica, con escalinatas suficientes para llegar a ella. Una minúscula sonrisa se asomó: no estaba acostumbrado, pero quizás fuera una tarea fácil, a la altura de sus pretensiones.
Pensó inútil su vergüenza. Estaba allí para él y nadie más. Podía olvidarse de los formalismos. Con parsimonia se desnudó, y usó las deshilachadas ropas para limpiar el barro y la sangre de sus pies, insistiendo para sus adentros que ellos no deberían estar así. Era tal gesto, en este momento, como recoger una ceremonia perdida, un rito preparatorio para el ascenso que, sabía, le esperaba en poco tiempo. La ropa fue perdiendo su textura, reptando con lentitud al olvido de trapo viejo con el cual se acercaría, apenas en indicios, al secreto anhelo de sacudirse de las formas. Las ahora viejas hilachas apenas entrevieron una piel arrastrándose y alejándose por entre los leves y pertinaces charcos de agua de aquella acera a la cual besarían con ardor. «Es hora», musitaba entretanto el hombre, ajeno al drama de las cosas.
Entretanto, las paredes dejaron palpar su presencia para que se deslizara la oportunidad del juego. Fue entonces cuando el hombre se percató del atrio que, lindando con la calle asfaltada, se alzaba en ligera inclinación hasta abandonar del todo su condición horizontal, como en secreto, como ola deseando alcanzar los nidos de las gaviotas en el acantilado. Y todo ello con lo que respecta a la superficie aunque, a decir verdad, habría que dar cuenta también de su rugosidad que se abría en dos alas de murciélago para rodear en seco lazo la construcción. De ello tomó juiciosa conciencia el hombre. Ambos lugares, el del ángel y el del quiróptero, le dispusieron para recorrer la desértica playa.
Pero no fue necesario poner la disposición en acción. «Alguien cuida de mí», oró, al vislumbrar el esbozo de un quicio entre la bruma que avanzaba. Mientras hacia allí se dirigía, le alborotaba en la piel un escozor nuevo, un maullar en los poros, al testificar ellos los vagidos del cemento. Así sus pasos, hasta que al pie del umbral la bruma, como deseando ponerlo en comunión, le alzó los flacos brazos hacia la simetría. Geómetra por instantes, el hombre venció las primeras decrepitudes, entrando.
La semipenumbra dejaba adivinar una inmensa bóveda que algún día se pudo haber nombrado desde un color. Pero en estos momentos tal intento se encontraba vetado, por lo que el hombre redujo sus inclinaciones a acercarse al primer escalón. Iniciaba una escalera regular, sin barandales, que ascendía con comodidad hasta un piso superior. Al temor de algún inconveniente, el hombre subió pegado estrictamente a su piel, sin más exactitud que el débil ronroneo de sus pies en el inevitable rozar con el cemento. Cada alzada de rodillas fue germinando en la temprana muerte de los escalones precedentes, hasta agotar al revés el pétreo manantial que le originaba.
El hombre miró con desconfianza al término de su camino. «No lo imaginé así», sentenció. Era cierto. Como un viejo pederasta y ruin, el piso se apoderaba del espacio sin la dignidad anunciada, sordo al clamor de los atrios y con evidente rencor de mampostería. Dejaba alzar, al fondo y en ánimo de orín oxidado, la ventana, ahora envejecida por quien le hacía de tirano anfitrión.
Comprendió el hombre que había llegado la hora del primer desespero. En música obtusa atravesó el espacio y se asomó a través de los cristales. Allí, abajo en la acera, en el sitio donde ahora como viejos sueños se diluían sus ropas, percibió su sombra confundiéndose con el gris negruzco del asfalto. Vislumbró que nadie más, en aquella ciudad donde alguna vez Dios quiso morir, nadie más alzaría su vista. Un asombro nacido de su pupila, en pequeña guillotina, le permitió comprender, además, que en ese marco en el que se encontraba, nacía y moría, indistinguible ambos en su inusitada brevedad, la única razón para estar allí.
«Estoy furioso», pensó en reclamo. Abandonó la ventana, dispuesto a salir de nuevo. Pero al acercarse al desvencijado quicio de la puerta, ausente ahora de vegetal o metálica compañía, vislumbró más allá, de nuevo, las escaleras: su serpenteo se le revelaba ahora como un trascendente devenido en materia.

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