3: VENTANA
El momento, por ser tal, era más que
posible, aunque le invadía el desasosiego. Pensó deseables el azar o la locura,
a esta repentina conciencia de ignorancia. Observando sus llagados pies y su rotosa
vestidura, supo tan de repente la presencia de fosos y afilados muros, que se
estremeció como el podrido fruto a punto de acabar sus esperanzas frente al
cuervo que le ha descubierto. Quizás se había confiado en demasía y actuado con
demasiada prontitud. Una mirada por sobre su hombro le disuadió de dar vuelta
atrás: la fangosa neblina se alzaba por entre las calles y los altos edificios,
haciendo más aterradores sus murmullos de ausente multitud. «Seguiré», se dijo
queriéndose convencer, «y encontraré una gota de redención». Un ángel aún en
simiente escuchó la plegaria en su sueño inacabado, y su leve estertor dejó
caer una baba que vino a estrellarse con la ventana. El débil tintineo sacó al
hombre de su ensoñación.
Allí estaba, alta, ojo cuadrado sobre el
muro en vigía de las sombras tanto de un lado como del otro, en ícono y
metáfora de sí misma sin más pretensión que anularse como sí misma: exacta,
pues, cuadrada, en el punto preciso para no ser nada más. Eso no lo sabía el
hombre, tan sólo preocupado ahora por no estar acostumbrado a buscar entradas.
Pensaba que era preciso proporcionarse una, y por lógica, con escalinatas
suficientes para llegar a ella. Una minúscula sonrisa se asomó: no estaba
acostumbrado, pero quizás fuera una tarea fácil, a la altura de sus
pretensiones.
Pensó inútil su vergüenza. Estaba allí
para él y nadie más. Podía olvidarse de los formalismos. Con parsimonia se
desnudó, y usó las deshilachadas ropas para limpiar el barro y la sangre de sus
pies, insistiendo para sus adentros que ellos no deberían estar así. Era tal
gesto, en este momento, como recoger una ceremonia perdida, un rito
preparatorio para el ascenso que, sabía, le esperaba en poco tiempo. La ropa
fue perdiendo su textura, reptando con lentitud al olvido de trapo viejo con el
cual se acercaría, apenas en indicios, al secreto anhelo de sacudirse de las
formas. Las ahora viejas hilachas apenas entrevieron una piel arrastrándose y
alejándose por entre los leves y pertinaces charcos de agua de aquella acera a
la cual besarían con ardor. «Es hora», musitaba entretanto el hombre, ajeno al
drama de las cosas.
Entretanto, las paredes dejaron palpar su
presencia para que se deslizara la oportunidad del juego. Fue entonces cuando
el hombre se percató del atrio que, lindando con la calle asfaltada, se alzaba
en ligera inclinación hasta abandonar del todo su condición horizontal, como en
secreto, como ola deseando alcanzar los nidos de las gaviotas en el acantilado.
Y todo ello con lo que respecta a la superficie aunque, a decir verdad, habría
que dar cuenta también de su rugosidad que se abría en dos alas de murciélago
para rodear en seco lazo la construcción. De ello tomó juiciosa conciencia el
hombre. Ambos lugares, el del ángel y el del quiróptero, le dispusieron para recorrer
la desértica playa.
Pero no fue necesario poner la
disposición en acción. «Alguien cuida de mí», oró, al vislumbrar el esbozo de
un quicio entre la bruma que avanzaba. Mientras hacia allí se dirigía, le
alborotaba en la piel un escozor nuevo, un maullar en los poros, al testificar
ellos los vagidos del cemento. Así sus pasos, hasta que al pie del umbral la
bruma, como deseando ponerlo en comunión, le alzó los flacos brazos hacia la
simetría. Geómetra por instantes, el hombre venció las primeras decrepitudes,
entrando.
La semipenumbra dejaba adivinar una
inmensa bóveda que algún día se pudo haber nombrado desde un color. Pero en
estos momentos tal intento se encontraba vetado, por lo que el hombre redujo
sus inclinaciones a acercarse al primer escalón. Iniciaba una escalera regular,
sin barandales, que ascendía con comodidad hasta un piso superior. Al temor de
algún inconveniente, el hombre subió pegado estrictamente a su piel, sin más
exactitud que el débil ronroneo de sus pies en el inevitable rozar con el
cemento. Cada alzada de rodillas fue germinando en la temprana muerte de los
escalones precedentes, hasta agotar al revés el pétreo manantial que le
originaba.
El hombre miró con desconfianza al
término de su camino. «No lo imaginé así», sentenció. Era cierto. Como un viejo
pederasta y ruin, el piso se apoderaba del espacio sin la dignidad anunciada,
sordo al clamor de los atrios y con evidente rencor de mampostería. Dejaba
alzar, al fondo y en ánimo de orín oxidado, la ventana, ahora envejecida por
quien le hacía de tirano anfitrión.
Comprendió el hombre que había llegado la
hora del primer desespero. En música obtusa atravesó el espacio y se asomó a
través de los cristales. Allí, abajo en la acera, en el sitio donde ahora como
viejos sueños se diluían sus ropas, percibió su sombra confundiéndose con el gris
negruzco del asfalto. Vislumbró que nadie más, en aquella ciudad donde alguna
vez Dios quiso morir, nadie más alzaría su vista. Un asombro nacido de su
pupila, en pequeña guillotina, le permitió comprender, además, que en ese marco
en el que se encontraba, nacía y moría, indistinguible ambos en su inusitada
brevedad, la única razón para estar allí.
«Estoy furioso», pensó en reclamo.
Abandonó la ventana, dispuesto a salir de nuevo. Pero al acercarse al
desvencijado quicio de la puerta, ausente ahora de vegetal o metálica compañía,
vislumbró más allá, de nuevo, las escaleras: su serpenteo se le revelaba ahora
como un trascendente devenido en materia.
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