4. ESCALERA.
Si fueran las mismas o no que por primera
vez pisara, era algo de lo que sus pies tendrían que dar cuenta. Pero ahora
vacilaba. La simple verticalidad vislumbrada a través de la ventana y, ahora de
vuelta, las ondas regulares de algún viejo sabor en la piedra, se le hacían
signo de tenue carcajada. Pero era menester continuar. Era un compromiso.
Con lentitud, al amparo del vaho quieto de
la niebla que desde la calle se asomaba por la ventana como brote del muérdago
en el primer trazo del escolar, el hombre dejó venir la presencia de la escama.
Se asemejaba ésta, evocó en su interior, a la breve aspiración del primer
anhelo, que se deslizaba hacia una oscuridad con pretensión de marca. El pie
tanteó sus límites, como animal hambriento y asustado, y se posó por fin firme,
inevitable para el paso siguiente. Este se fue alzando como velamen, hinchando su
gota pétrea y el desasosiego del chapitel, anhelando pronto la seguridad de la
talla; en rápido olvido cayó por fin, e impulsando a su mellizo, dio inicio a
la regularidad de la dirección.
«Desciendo», murmuró el hombre.
«Desciendo, desciendo, desciendo», siguió repitiendo, en letanía, con pausa y
cálculo. Tal fervor podría ser calificado de confianza otorgada o, a lo sumo,
de vetusto y protéico aferrarse a celosas tonadas emitidas por alguna vez un
otro. Esto era negado de inmediato por lo crudo de cada semilla que conformaba
la apretada cosecha del granito, pájaro vertical punzando la pared y superficie
en conjunto receptor de lo acuoso. Se debería decir, mejor, que no era éste ni
siquiera un motivo de huella, dada su condición para el vientre del pantano,
sino un reflector de la dureza demasiado tímida para explayarse por sobre el
mundo como una llovizna, dureza originada en ignotas razones.
El hombre murmuraba, aunque quien
adquiría presencia eran los escalones y las erecciones que limitaban, ahora a
su izquierda, la vertical. Cada escalón recibía las plantas de los pies, como
en pequeño rito, midiendo su desnudez y pronunciando un nuevo patrón, buscando
la posibilidad de un ritmo interno que atemperara y silenciara las vibraciones
de aquella vida para invitarla a la integración permanente, que no eterna, que
de largos y silenciosos años. Las paredes, rozadas por los coartados calamares,
por aquellos muñones amorfos de alas, expulsaban el moho de las sobaquinas que
le alzaron, y lo dejaban como al recuerdo, como el mojón de una ruta posible
pero inevitable, como el grito de un líquido que perece en el metal. En
conjunto, un marco para el descenso que encauza el mismísimo descendimiento.
Dos convergentes se presentaban, por
decirlo así, dos líneas que en su bajada se curvan y se trenzan mutuamente,
hasta que el ojo pierde capacidad de distinguir los límites de cada una de las
espirales. Piedra y carne, cada una cruzándose, y en cada cruce por un momento
pensando ser aquello otro imposible que fuera alguna vez. Se comprende su
sorpresa y desazón, pero también se desnuda la posibilidad de la literatura. Hay
que advertir que tanto el hombre como la piedra no se hacían ilusiones al
respecto: aquel, en la conciencia de su urgencia por cumplir lo signado, le
estaba vetado adquirir la condición permanente de una sólida presencia sobre
los énfasis de las miríadas de las breves oropéndolas y remolinos de los
tejidos de la alfombra; a éste, desde la geometría que le era inevitable, le
era prohibido desleírse en las argucias de la flexibilidad orgánica. Ambos
podrían haber intentado superar el impasse en el inesperado giro de una veloz
estocada divina, pero sus mutuas prohibiciones se lo impedían. De esta manera,
como distantes que alzan su ausencia al frente uno del otro, gemían hacia el
destino común, el descenso.
Ya se acercaba al final de la escalera.
Un último esfuerzo le permitió desprenderse, aunque con la resaca de un moho
viscoso cuya frialdad anunciaba la aplastante presencia del vahído, del vacío,
que de nuevo le esperaba fuera. Con respiración agitada ahora, el hombre corrió
los últimos tramos, empujó las puertas, y de nuevo se encontró en la calle.
Allí, la permanente y ceniza lluvia le recibió, madre amorosa que no abandona a
su hijo para bañarlo en su pútrida salvia, proporcionándole el estrecho sentido
de pertenencia a la tierra y su nada, y la estolidez necesaria para saber
siempre separado su destino por la horizontalidad del asfalto.
Como música interna, saltaba perentoria
en la cabeza del hombre el recuerdo de la orden evidente: ahora de nuevo, fuera
de aquella construcción cuya dura presencia empezaba a mostrar la imagen de una
flama oscura. El hombre recuperaba sus sentidos. En una esquina lejana alcanzó
a vislumbrar los ropajes que desnudaban aquello que no fue, que evocaban su
primer momento ya imposible de invertir, que informe montón carecía de la
primera línea vertical de luz que le llamó a su misión. Alzó la vista, ojos
entrecerrados, dando la vuelta, y, de las difusas pero presentes paredes del
edificio, bramó la ventana como el aspirar de un viejo moribundo. Supo el
hombre de su descenso, supo que en aquel momento, de lo alto bajaba él, bajaba
la piedra, bajaba la defecación de los feligreses del templo alzado, bajaba la
sangre de las batallas del arcángel, bajaban los testigos de los gemidos de los
mareos atrapados en los muros de las ciudadelas, bajaban las ajenas estaciones
que acompañaron al lecho de todas y cada una de sus muertes.
Si, como escribano, la humedad
testificaba el descenso realizado, era hora de culminarlo, internándose en el
desierto. «Es perentorio», se convenció el hombre. Con una gran aspiración, en
cuyo aire sintió la vibración quieta y metálica de las alas replegadas de los
aceros de la ciudad, se agachó. Sus manos buscaron la alcantarilla, y
lastimándose los dedos, la alzaron. Una boca desdentada le recibió.
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