2. CAMINO.
Ya fuera del lugar, evocó durante el
largo camino. Procurando reconstruir con detalle qué era lo que le había
pasado, dejó de lado cualquier razón que intentara direccionar sus pasos. El
letargo preparado desde hacía mucho tiempo le proporcionó la confianza
suficiente para abandonarse, con la confianza de no tropezar y buscar, con
calma, algún retazo de idea.
La advertencia llegó de manera
providencial. Un pequeño guijarro rodó, empujado por alguno de sus pasos; se
transformó en campana lenta, oscura, del húmedo y uniforme asfalto encallecido
de tantos y tumultuosos pasos. «He llegado», pensó, paseando la vista por las
superficies toscas y grises, de imprecisos aunque duros límites impuestos por
los ladrillos que empujaron a los albañiles a tratar de cercenar el fuerte
rumor del mundo. «Es la ciudad», concluyó. Pudo percibir la débil claridad que
se deslizaba con lentitud de baba por entre las estrechas calles.
A su izquierda, la pared llamó su
atención. Se acercó, alzó su mano y palpó la superficie tosca. Tuvo la certeza
que así sería siempre. Imaginó el placer de un breve instante en el que sería
capaz de refugiarse, alguna vez, de la pertinaz llovizna que ahora le empapaba.
Alcanzó a imaginar el tiempo, lo inacabado, lo inexistente, una primera voz que
habrá dicho aquí construiremos una casa, los vapores de los sartenes subiendo
las escalinatas y los ángeles descendiendo a defecar. Retiró la mano y, antes
de continuar su camino y sabiendo ajena aquella evocación de un pasado no
vivido, suspiró: «Llueve».
Poco a poco fue sorprendiéndose. A pesar
del vacío, las baldosas de los andenes, el pavimento oscuro y las paredes con
sus innumerables ladrillos parecían recibir aquella llovizna con el anhelo con
que el viejo desdentado emerge cada madrugada de su última cama. En algunos
momentos, incluso, la tenue luz se animaba como si esperara que alguien vivo
preparara un café. Aunque esto le producía un oscuro calor en el pecho, el
hombre prefería no confiar, sabedor lo suficiente de las derrotas.
Continuó caminando, lento, abrigando en
su piel, abanicándola, para que no se asfixiaran aquel par de sensaciones que
le acompañaban. Quería creer en la espiral de los signos, y deseaba abonar a
ello como quien cumplidamente da cuenta de sus intereses al acreedor. Fue
entonces cuando en su pecho creció el latido en el presentimiento de lo que se
acercaba. Lo creyó, al principio, tan sólo una confusión de sus desordenados
pulmones, pero al cruzar una esquina, la tuvo al frente. «La ventana», dijo
para sí. Echó a correr.
Era extenso el tramo. Había salido de la
esquina a una gran avenida asfaltada, que parecía desperezarse a medida que
avanzaba hacia el edificio en el cual culminaban sus pretensiones de gran río.
Como una quilla embravecida se alzaba el ancho atrio, cuidando el paso del gran
portal, sobre el cual se alzaba la ventana. Bordeando el río, a lado y lado,
pesadas multitudes de cúbicas formas y alturas perdidas en la bruma defendían un
cauce de sonido congelado.
A mitad de camino, el hombre fue
aminorando su carrera. Quizás el camino era notablemente largo, más que su
breve entusiasmo. Quizás era el aire enrarecido de aquel sitio, con sus nubes
bajas y opaca luz, provocaba algo más que cansancio. Por un momento, el hombre
alcanzó a entrar en pánico. «¡No lo alcanzaré!», pensó. Pero enseguida un
pensamiento, como minúsculas alondras en paracaídas, le proporcionó calma: «Es
imposible no alcanzarlo. De todos modos, aunque no llegara, allí está».
La certeza alcanzada de la existencia de
aquella ventana, la certeza de un motivo de sus creadores para colocar entre
las masas de concreto aquel asomo, le hizo ralentizar su carrera, y aún
preocuparse de la minucia con la que tantos podrían haber vivido. Recostándose
un poco a la pared que a su lado más cercano se alzaba, se dio el lujo de
sentir el agua lluvia corriendo por sus ropas, y aun sentir vergüenza de si
alguien le encontraba en ese estado. Palpó con sus manos la chaqueta y su
camisa, empapadas, pensando: «Chaqueta. Camisa». En cada sílaba de su
pensamiento, tomó conciencia de un susurro que no alcanzaba a palpar. Deseó
seguir sus pasos, advertir la rueca y el tanteo que les había dado vida,
olisquear las palabras que en transacción o en gracia las habían precedido
antes de llegar a su cuerpo, pero no fue posible. Debía seguir.
Apartándose del muro, haciendo caso omiso
a las sombras que en sus bolsillos por un momento asomaron, reanudó su caminar,
aunque más ligero y tranquilo. Consolándose, las abandonó: «Estarán allí,
siempre. Aguardarán». Arriba, el cielo aclaró algo sin dejar de lado su
presencia pesada. Las aves apenas se insinuaban en las cambiantes esquinas de
los muros que parecían vigilar sus acompasados pasos. La avenida fue apretando
su asfalto, diluyendo entre sus gránulos y por fin entretejiendo en su
oscuridad los pasos del hombre. La llovizna apretó, y como si de aire sólido se
tratara, se fue alzando en una vertical grisácea y rugosa, como un único árbol
envejecido y terrible que custodiara la única cueva disponible para el refugio.
Adelantóse en lento ejército, y por fin perfiló su solidez.
«He llegado», pensó,
perplejo, el hombre.
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