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Seis escenas, un hombre (2 de 6)


2. CAMINO.
Ya fuera del lugar, evocó durante el largo camino. Procurando reconstruir con detalle qué era lo que le había pasado, dejó de lado cualquier razón que intentara direccionar sus pasos. El letargo preparado desde hacía mucho tiempo le proporcionó la confianza suficiente para abandonarse, con la confianza de no tropezar y buscar, con calma, algún retazo de idea.
La advertencia llegó de manera providencial. Un pequeño guijarro rodó, empujado por alguno de sus pasos; se transformó en campana lenta, oscura, del húmedo y uniforme asfalto encallecido de tantos y tumultuosos pasos. «He llegado», pensó, paseando la vista por las superficies toscas y grises, de imprecisos aunque duros límites impuestos por los ladrillos que empujaron a los albañiles a tratar de cercenar el fuerte rumor del mundo. «Es la ciudad», concluyó. Pudo percibir la débil claridad que se deslizaba con lentitud de baba por entre las estrechas calles.
A su izquierda, la pared llamó su atención. Se acercó, alzó su mano y palpó la superficie tosca. Tuvo la certeza que así sería siempre. Imaginó el placer de un breve instante en el que sería capaz de refugiarse, alguna vez, de la pertinaz llovizna que ahora le empapaba. Alcanzó a imaginar el tiempo, lo inacabado, lo inexistente, una primera voz que habrá dicho aquí construiremos una casa, los vapores de los sartenes subiendo las escalinatas y los ángeles descendiendo a defecar. Retiró la mano y, antes de continuar su camino y sabiendo ajena aquella evocación de un pasado no vivido, suspiró: «Llueve».
Poco a poco fue sorprendiéndose. A pesar del vacío, las baldosas de los andenes, el pavimento oscuro y las paredes con sus innumerables ladrillos parecían recibir aquella llovizna con el anhelo con que el viejo desdentado emerge cada madrugada de su última cama. En algunos momentos, incluso, la tenue luz se animaba como si esperara que alguien vivo preparara un café. Aunque esto le producía un oscuro calor en el pecho, el hombre prefería no confiar, sabedor lo suficiente de las derrotas.
Continuó caminando, lento, abrigando en su piel, abanicándola, para que no se asfixiaran aquel par de sensaciones que le acompañaban. Quería creer en la espiral de los signos, y deseaba abonar a ello como quien cumplidamente da cuenta de sus intereses al acreedor. Fue entonces cuando en su pecho creció el latido en el presentimiento de lo que se acercaba. Lo creyó, al principio, tan sólo una confusión de sus desordenados pulmones, pero al cruzar una esquina, la tuvo al frente. «La ventana», dijo para sí. Echó a correr.
Era extenso el tramo. Había salido de la esquina a una gran avenida asfaltada, que parecía desperezarse a medida que avanzaba hacia el edificio en el cual culminaban sus pretensiones de gran río. Como una quilla embravecida se alzaba el ancho atrio, cuidando el paso del gran portal, sobre el cual se alzaba la ventana. Bordeando el río, a lado y lado, pesadas multitudes de cúbicas formas y alturas perdidas en la bruma defendían un cauce de sonido congelado.
A mitad de camino, el hombre fue aminorando su carrera. Quizás el camino era notablemente largo, más que su breve entusiasmo. Quizás era el aire enrarecido de aquel sitio, con sus nubes bajas y opaca luz, provocaba algo más que cansancio. Por un momento, el hombre alcanzó a entrar en pánico. «¡No lo alcanzaré!», pensó. Pero enseguida un pensamiento, como minúsculas alondras en paracaídas, le proporcionó calma: «Es imposible no alcanzarlo. De todos modos, aunque no llegara, allí está».
La certeza alcanzada de la existencia de aquella ventana, la certeza de un motivo de sus creadores para colocar entre las masas de concreto aquel asomo, le hizo ralentizar su carrera, y aún preocuparse de la minucia con la que tantos podrían haber vivido. Recostándose un poco a la pared que a su lado más cercano se alzaba, se dio el lujo de sentir el agua lluvia corriendo por sus ropas, y aun sentir vergüenza de si alguien le encontraba en ese estado. Palpó con sus manos la chaqueta y su camisa, empapadas, pensando: «Chaqueta. Camisa». En cada sílaba de su pensamiento, tomó conciencia de un susurro que no alcanzaba a palpar. Deseó seguir sus pasos, advertir la rueca y el tanteo que les había dado vida, olisquear las palabras que en transacción o en gracia las habían precedido antes de llegar a su cuerpo, pero no fue posible. Debía seguir.
Apartándose del muro, haciendo caso omiso a las sombras que en sus bolsillos por un momento asomaron, reanudó su caminar, aunque más ligero y tranquilo. Consolándose, las abandonó: «Estarán allí, siempre. Aguardarán». Arriba, el cielo aclaró algo sin dejar de lado su presencia pesada. Las aves apenas se insinuaban en las cambiantes esquinas de los muros que parecían vigilar sus acompasados pasos. La avenida fue apretando su asfalto, diluyendo entre sus gránulos y por fin entretejiendo en su oscuridad los pasos del hombre. La llovizna apretó, y como si de aire sólido se tratara, se fue alzando en una vertical grisácea y rugosa, como un único árbol envejecido y terrible que custodiara la única cueva disponible para el refugio. Adelantóse en lento ejército, y por fin perfiló su solidez.
«He llegado», pensó, perplejo, el hombre.

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