Los primeros en percatarse fueron los familiares. Poco después, los especialistas locales –el cura, el alcalde, el comerciante, en fin, la gente de bien de aquel pueblo– refrendaron el temor y la vergüenza. La aseveración definitiva fue imposible de evadir: Manuel iba por mal camino. Desde el principio fue clara la sintomatología: tendencia a la molicie y a la ensoñación que le apartaba de las cacerías de mendigos y putas. La temprana edad lo excusaba y evitaba la alarma: timidez, consentimiento, una viruela mal cuidada. Con el tiempo, el diagnóstico se hizo inexcusable: por completo notorias sus dudas frente a lo indudable, su soterrado renegar de las grandes causas, su falta de espíritu en las misiones patrióticas o divinas. Nada de esto dejó indiferente a la Gran Familia. Los mecanismos vinculares iniciaron su marcha, aplicándose amorosamente sobre Manuel. Palmada, cimbronazo, amenaza, insinuación. Todo se intentó para modelar el carácter, pero no era posible. Una necedad o un...