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Seis escenas, un hombre (y 6)


6. LLEGADA
Exudaba con fuerza la humedad, no sólo de sus pulmones, sino de toda su restituida piel. El hombre se encontraba volcado sobre el pavimento, cuya negrura espantosa le recordaba el lugar de la expulsión y su hálito moral. Este, además, como si fuera un colchón de agujas aceradas del intenso cielo, recibía las gotas que caían como si de falos fertilizados se tratara.
El clima estaba despejado, y en lo alto se podría haber trazado cada gemido olvidado, de tan metálica que era la claridad. Alzando la vista, el hombre supo que aquello que en el vientre había anhelado pronto se realizaría, aunque no lo esperaba de manera tan inmediata.
Con dificultad se puso de pie, y empezó a caminar. El asfalto chupaba las plantas de sus pies, secándolos. La luz hiriente parecía ser ahora las paredes que le rodeaban, sin posibilidad de dejar apreciar los detalles de su superficie, latigando con apremio su caminar hacia la aspereza del laberinto. En tanto, con cada paso, la piel lacerada regalaba su testimonio bajo la palabra de pequeños fragmentos que iban quedando en las esquinas, para solaz de las lagartijas de las alcantarillas cercanas.
«Soy de arena», pensó con viveza el hombre, «y seré la espiral que reposa al inicio de la playa». Alcanzó, incluso, a perdonar su escozor. Al tiempo que su optimismo crecía sin motivo, un sordo batir de tambores iba creciendo detrás del avance de sus pasos, en tanto su piel se endurecía y cuarteaba, como anhelando la hermandad con las superficies que le rodeaban.
Su paso adquirió ritmo y viveza. Un nuevo viento le acariciaba los poros y le hacía entrecerrar los ojos. «Es posible que lo haya logrado», murmuraba, olvidado de lo sagrado y con sed en los ojos vidriosos. El tam-tam del tambor seguía coloreando la atmósfera. «Es posible», seguía convencido. De pronto, un trueno, un silencio imponente, y una voz seca, tenue, pero como hiriente de navaja: «No es posible». El hombre parpadeó, búho deslumbrado que abre su boca con clamor de tumba, plumaje alborotado como boca cimbrada con agujetas de hienas, vientre que regurgita un llanto de boga en río sucio.
«No ha cumplido usted, mi querido amigo», le reprochó el viejo. A lado y lado, paredes metálicas se alzaban y curvaban, para concluir en una cúspide en cuyo punto de unión emanaba una luz de ilusión. El hombre se encontraba, no sabía cómo, en la antigua silla. «Pero yo creí que…», comenzó a balbucear el hombre, pero el viejo, con una ternura viscosa, le interrumpió: «No, no. No se excuse. No ha querido usted entender. Todo fue muy claro desde el principio, pero usted prefirió el mareo de la filigrana de los aprendices». El viejo suspiró, meneando la cabeza, y sentenció.
El hombre alzó la vista y fijó su mirada en los ojos de su interlocutor. En ellos, una forma oscura crecía. Sintió a sus espaldas el avance de otro hombre. Como ángel vengador, avanzaba el castigo hacia sus hombros, en tanto crecía a través del cálido aire un ruido seco, del cual ya sabía, por fin y demasiado tarde y ya sin razón, su nombre.
Finis.

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