5. INTERIOR.
El hombre se había dejado deslizar, no ya
a la penumbra, lo diluido, sino a la oscuridad completa que, a manera de la
hermana gemela y perversa de una luz deslumbrante, regala ósculos de apagada
lumbre. En tal sitio no era posible del todo decir con absoluta certeza la
existencia de un espacio. La completa negrura no anulaba, sin embargo, la
permanencia que, como un instante de eternidad, se hacía ancestral y piedra
angular de un arco, éste sí permanente, indeformable, indestructible. Lo oscuro
fungía así como una elástica anulación, que sin límites destrozaba toda
frontera y proporcionaba su condición a lo otro, de manera que éste reconocía
no lo invasor sino su más honda raíz.
Pareciera que buceaba desnudo en un
ignoto mar, o mejor decir, en un riachuelo que todos los días cruzó ignorando
que algún día, antes que pedirle cuentas por el camino recorrido, le exigiría
nombrar aquello pisado. Esto, claro está, no importaba al hombre en este momento,
donde la extensión de su piel perdía ya la memoria de metales, aires, asfaltos,
lluvias, granitos, y se expandía en la simpleza de la burbuja que flota.
Era justo el instante previo en el cual
la esfera, con un dejo de campana fúnebre, se revienta, para dar paso a la
completa totalidad. El pánico le alcanzó, pues aunque limitado y quizás
castigado, el hombre prefería –lo supo ahora, en medio del ulular huracanado de
la quietud– la certeza de sus incertezas en medio de las crudas cuadraturas del
espacio superior. Hubiera podido ascender, alargando sus manos y creando, con
un gran esfuerzo mental, el arriba necesario con sus agarraderas, y de nuevo
habitar el espacio de las gárgolas vigilantes, pero algo le retuvo. «Mi última
palabra», anheló aún confusamente. Y estalló.
El torbellino alza, no ya ciudades, sino
habitantes desmembrados; cada parte se arrastra por férulas de polvo,
mezclándose en el mutuo devorarse, donde cada estrella lanza su lazo verde por
entre los vientres, atravesándolos como un cantar de ciegos, deshilachando el
límite para de nuevo imponerlo aplastante, y así redondearlo, emergerlo, masa
gigante que se alza y cae sobre el punto devorándolo y vomitándolo para, de
nuevo, devorarlo y vomitarlo, en círculo que marea y le hincha, hasta estallar
de nuevo y, en pulso lento, volverle a recoger y reiniciar su danza macabra,
con un sabio amor de caníbal, concentrado para expandirse, expandirse para concentrarse,
y en medio de cada tiempo, anulándolo en su bucle.
De tal manera, la sombra adquirió
presencia fundante, un cuerpo sin cuerpo. Se deslizó amplia, inmensa, como si
fuera vientre amorfo y hambriento sin más deseo que invadir con su tacto toda
superficie, todo resquicio de distancia, toda altura posible. Su respiración
era una comparación consigo misma, de tal que la oscuridad se alimentaba de su
misma sustancia, en un ciclo que le hacía imposible la inexistencia. Decir que
era el mundo podría ser exacto, si no fuera por su falta de ambición, que le
hacía ser tan sólo el basamento de aquél.
Envuelto en ella, diluido en ella, el
hombre trataba de gritar, aunque desmembrado allí sus unidades eran ignorantes
unas con otras. Lo que empezó como una sacudida no llegó, pues, al grito: un
orificio se abrió en alguna parte, y de él, en ebullición, un desgarre con
heces de silencio de esclavos y prostitutas saltó hacia el ojo que se
estrellaba con las huellas rumorosas de paridas ahogadas en los asaltos de imaginados
caminos. El caracol de la sonoridad, entretanto, anhelaba la fornicación del
ángel, pero viose aplastado por el avance de la Única, que afirmaba, de nuevo,
su reinado sin esperanza.
Quiso el hombre recoger su propio vientre
desplegado, con la certeza –situada aún en algún lugar– que, si bien se podría
quedar allí y culminar su camino, sólo afuera alguien le sancionaría su
decisión, haciéndole saber, de nuevo y antes del sabor del mármol, si había
obrado correctamente o no.
Fue tan sólo que pensara esto, y las
confluencias de los planos de la arquitectura de nuevo se hicieron presentes,
ahora arrollando pero sin terminar de aplastarla, a la Sombra. Tronando, el
viento llovió redondeles de arcilla, levantando de nuevo y de repente torres,
arcos, paredes, largas e infinitas hileras de camino, y como el último vómito
de una bendición, devolvió al hombre.
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