José Ó fue criado bajo la tutela de férreos
principios religiosos y morales. Primero su entorno familiar inmediato,
expresado en un padre pétreo y ciego, y una madre vigilante y siempre presente
aún en sus ausencias, y luego, como amorosa extensión, las instituciones
educativas, sociales y (sobre todo) políticas. Censura y control, vertical
posición y estricta tutela, fuste en mano y corazón, fueron la forja de su
carácter. Una herencia inapelable la marca de su destino. Como evidencia
corporal visible, un andar rígido y recto, palabras precisas y medidas y sin
desperdicio, y una cuenca vacía producto de un merecido castigo en su infancia.
Hubiera muerto con la honra en alto, pero a sus sesenta años y cinco meses, se atrevió a mirar aquello que jamás debió mirar. Su ojo aleteó -nadie supo por qué- hacia dentro, y allí su sombra y su cobre reventaron en una florescencia maligna. Quienes acudieron a los gritos de lujuria y terror que tras las paredes de la noble casa clamaban, se vieron obligados a sepultar el traumático recuerdo de la visión fugaz de aquel minotauro atroz que con sus progenitores se devoraban mutuamente. La versión oficial del hecho, buscando no comprometer los altos valores que aquella vida había encarnado y que pretendían ser la guía moral del país, se refirió a un crimen cometido por los elementos antisociales de la ciudad.
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