Se trata ésta de una escritura, un borrador, de marzo de 2012...
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Pronto partiré. Un mes o dos, quince días, un año, algo más o algo menos, no lo sé. Mientras desde este punto los objetos de la casa inician su espera, y de ellos, los inesperados, los escondidos y arrumados sin querer en los rincones y trastiendas de los muebles y esquinas, anhelan o temen su redescubrimiento: serán apreciados por un breve tiempo antes que una mano férrea los impulse de nuevo a alguna oscuridad, o desechados definitivamente hacia un mundo que, seguramente, adivinarán cada vez más pálido y deslucido, allá afuera, a juzgar por los comentarios de los habitantes de la casa y sus visitas.
“Tan sólo tengo hambre. Dame de comer”, dice la pequeña bestia negra.
Es cierto: ya es la hora. Es más, es hora de su desayuno, y del nuestro también. Nos hemos mal acostumbrado a sus quejidos a tempranas horas de la mañana, que emergen marinos hacia las paredes de nuestra casa. Mi esposa pensó, tres días después, en tomar medidas drásticas, pero una desdicha que por aquel entonces le acompañaba, se lo impidió. Cuando caí en cuenta de su imposibilidad, ya era tarde.
“Considerando el asunto con detenimiento”, me confesó ella, días después, “los campanarios apenas habrían parido tizones”.
“Sí, claro”, me apresuré a responder. “Lo suficiente para haber iniciado alguna fogata, por ínfima que fuera”.
“Debiste haberlo considerado entonces, porque tu respuesta fue muy clara”, cortó en seco.
Su enojo era evidente, pero ya nada se podía hacer. En ese momento ella, recogiendo primero un hilo dulce que por la luna goteaba, tejió una filigrana de rosas a la manera de una esfera palpitante. La puso sobre la pequeña mesa que se encontraba al lado de la mecedora de la abuela, y allí reverberó como miríadas de calamares desesperados por estar fuera de su elemento. Acercó su cara, y haciendo un gesto cotidiano, exhaló su aire sobre ella.
Yo me había alejado. Quería resistirme. En ese momento, había encendido un fogón, y una olleta empezaba a calentar el agua con la cual me haría un tinto. No más. Pero miraba de reojo, y cuando al calor de su aliento uno de los tentáculos se alzó hasta su pezón, alzándolo con un pudor excitable, no pude dejar de pensar y dejar perder algo del pulso. Pero aún estaba enojado. No quise ceder, e hice el esfuerzo por lo evidente. La taza que posaba sobre la mesa conservó su materialidad, aunque onduló como una cuenca efervescente que recibía el agite acuático de un vientre infernal.
“Quieres un tinto, una aromática, o algo…”, ofrecí, con voz de inocencia.
Lo que vino después fue, quizás, un golpe exacto. En realidad, no lo recuerdo, pero sé de su color porque me lo evoca la mirada de la bestezuela, situada en lo alto de un armario, mirándome. Ignora ella que dentro de poco su torre será derruida. Ignoro yo que no necesitan de tales torres para tenerlas siempre. De todos modos, se introdujo en la habitación un edema pastoso que fue estableciendo los límites del ayer.
“Anoche soñé”, explicó ella, torciendo los ojos hacia lo alto. “Caminaba, y pasando frente a la droguería, un personaje se me acercó. Me quería robar”.
La mitad de la taza avanzaba ya por mis tripas. Ella continuó: “Yo entré en el local, muy asustada. Ese hombre, alto y de piel oscura, entró, revolver en mano, y me arrebató el bolso acompañando su gesto de palabras amenazantes, mostrando en alto su revólver”.
Mientras dejaba deslizar sus palabras, mis dedos tamborileaban sobre la mesa. Al inicio de su relato, la bestezuela había mirado, como conociendo, pero retiró pronto. Si bien fuera de nuestra vista, su color suave y oscuro quedó entretejiéndose entre las volutas del vapor del pocillo, que antes de tocar mis labios, con brusquedad se curvaban hacia ella, prestándole espesor a sus palabras.
“Lo vació sobre la vitrina”, continuó, “y se dio cuenta que, en realidad, no tenía nada de valor. Unos cuantos pesos, el vergonzoso celular de lo viejo que está, los papeles de las citas médicas con sus desdichas ocultas...” Terminó su evocación con un golpe de aire breve, casi teatral, que de estar en un foro griego podría haber levantado las hojas de las encinas en el suelo. “¡Y a quién le interesa todo eso!”.
Me adivinó a través de mi silencio. “¿No podría haber sido un álamo, un olmo, un cedro?”, cuestionó. Supe entonces que era justo el momento para ensartar tres uñas en el cuerno de una luna que aunque allí, ya la claridad de la mañana la había velado. Lento, me levanté de la silla, posé el pocillo sobre la mesa, alcé mi mano izquierda hacia el pecho y, dejando ir mi mirada por la ventana de la sala, la puse en su sitio: “Sea o no sea, lo uno o lo otro, sin especificación caerá breve la hoja del árbol, del café haré una aromática insípida, y de tu sueño un olvido, llamándote de tu cama media hora antes”.
Fui tomando la decisión, en tanto sobre la tabla picaba la fruta. Sabía que en tres días así habrían de caer las palabras, como lentas y pequeñas piedritas que bien podrían ser el prolegómeno de una gran avalancha, como también apenas cantos rodados empujados por algún viento inusual. No quise prever más, en parte porque tal alto no me alcanza la mirada, en parte por el insensato placer de dejar que la oscuridad presentida se pueda hacer palpable. Por ahora lo acontecido imaginado quedó entre los desperdicios de la fruta, que metódicamente alcanzó su destino en las fauces sin afán de la caneca blanca.
Mi oferta no había sido escuchada. Tomé la iniciativa, vertiendo sobre la taza el agua ya hirviendo, dejando que su resplandor aéreo diluyera con lentitud los dos cubitos de panela.
Lo concreto de su imagen se asomó un momento. “¿Qué piensas?”. “Nada en especial…”, respondí con desgana, sabiéndome responsable del tufo de buitre que tres días después vendría. Pensé: “Habrá tiempo para el arrepentimiento”. Me corregí, ensimismado: “Las lombrices labran los túneles que desaparecerán con la próxima lluvia”. Concluí: “Se navegará, siempre sin brújula”.
Ella olisqueó lo turbio, pero apenas era capaz (nunca lo fue) de insertar alguna boya que diera orientación de dónde pudiera estar algún pedazo, así fuera pequeño y amenazado, de tierra firme. Ambos sabíamos lo inútil del intento desde hace años, pero habíamos escondido el saber tenebroso en trama de cotidianidades, a punto de negarnos a admitir que un día se empezaría a deshilachar, cada esquina y cada fragmento, cada voluta y cada entrelazamiento, tironeado por los gorgojos que en las madrugadas se excitan al momento del brevísimo y espeso cambio de la oscuridad a la luz.
La bestia se acercó de nuevo, como festiva, anunciando en su ronroneo la pira funeraria. Me asaltó una pregunta, mientras alcanzaba los platos a la mesa: “¿Cuánto tiempo más he de esperar?”.
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