Solía respirar agitado, como una corriente interna que está a punto de convertirse en mortal marejada. Se contenía: tales iras no convenían a un hombre que ha dedicado su vida al estudio de las escrituras. Pero sabía también que su celo iba bien encaminado, aunque parecía percibir una inquietud que anidaba en su corazón, algo así como una piedrecilla en el zapato que le hiciera cojear muy ligeramente.
Tres días antes había recibido una misión, y preparaba el viaje. Se encontraba sentado al frente de la casa de Tobías, en su compañía y viendo caer la tarde.
“Sé que es importante la misión que te han encomendado las sinagogas de Damasco”, dijo Tobías, dejando arrastrar su bastón sobre el suelo, como queriendo hacer un dibujo, “pero desconfío de algunos que te acompañan”.
Saulo lo miró. Tobías nunca fue un maestro brillante, pero en su opinión era sensato. Saulo te tenía inmenso respeto: sus palabras solían marcar caminos firmes, sin tropiezo alguno. El sol que caía le daba cierto brillo a su manto gris y a la abundante barba canosa sobre el rostro.
“Es cierto, Tobías. Pero pienso, como ellos, que esa secta es supremamente peligrosa. Y aquel Jeshua era, a todas luces, un auténtico blasfemo”.
El viejo Tobías seguía con sus dibujos. “Blasfemo, sí, pero a veces pienso si nuestros compañeros son tan puros como dicen ser. Todavía me acuerdo... tú estabas, por cierto... cuando apedreamos a ese insolente joven, Esteban”.
“Allí estaba”, recordó Saulo. En su mente se dibujó la vieja escena. El, Saulo, un muchacho joven y sabio, aprobando la muerte de un hombre blasfemo.
“Mucho he pensado sobre el asunto”, continuó Tobías. “Creía yo que había que arrestarlo, pero la gente estaba realmente furiosa... no sé quién empezó, quién siguió, pero... llegó un momento en que una rabia me invadió, y como todos en el tumulto, sólo quería matar a ese insolente. Pero Saulo, no era él solo...”
“No te comprendo...”
Tobías suspiró, la mirada fija en el suelo. “En esos días la amargura me invadía el corazón. Había visto a los romanos, como siempre, abusar de nuestro pueblo, y aún hermanos nuestros vendernos miserablemente. ¿Te acuerdas de Naum, el de Betsedá, el hijo del tinajero? Fue crucificado, muchacho inocente... ¡Roma, Roma perversa, Babilonia! Creo que apedreaba… no al muchacho Esteban, sino a Roma”. El viejo alzó los ojos. “¡Saulo! Te digo que yo nunca supe exactamente qué era lo que predicaba aquel muchacho… no supe por qué cogí aquellas piedras…”.
“Pero”, dijo Saulo con sorpresa, “tú aprobaste esa muerte”.
“Lo sé... No, no lo sé... Todos la aprobaron. Y era como si estuviera poseído, y no podía escandalizarlos poniendo en duda las piedras que iban a arrojar. Tenía miedo, tenía ira. Y de esos todos, algunos son los que te acompañan a Damasco. Saulo: me dan miedo… Tú me das miedo”.
Saulo no respondió. También había tenido oportunidad de ver cómo algunos de sus compañeros, envueltos en celo fervoroso, parecían encenderse en gloria cuando tenían oportunidad de maltratar, o incluso de matar, a esos seguidores del Camino. Esto le causaba inquietud.
“Me voy. Tengo cosas que pensar”, dijo Saulo, poniéndose de pié, sintiendo en el paladar como una piedrecilla que le dificultara el habla.
Tobías lo miró. “Cuídate”, le dijo. “Al salir, ten cuidado con las gradas, no sea que te tropieces”.
Tres días antes había recibido una misión, y preparaba el viaje. Se encontraba sentado al frente de la casa de Tobías, en su compañía y viendo caer la tarde.
“Sé que es importante la misión que te han encomendado las sinagogas de Damasco”, dijo Tobías, dejando arrastrar su bastón sobre el suelo, como queriendo hacer un dibujo, “pero desconfío de algunos que te acompañan”.
Saulo lo miró. Tobías nunca fue un maestro brillante, pero en su opinión era sensato. Saulo te tenía inmenso respeto: sus palabras solían marcar caminos firmes, sin tropiezo alguno. El sol que caía le daba cierto brillo a su manto gris y a la abundante barba canosa sobre el rostro.
“Es cierto, Tobías. Pero pienso, como ellos, que esa secta es supremamente peligrosa. Y aquel Jeshua era, a todas luces, un auténtico blasfemo”.
El viejo Tobías seguía con sus dibujos. “Blasfemo, sí, pero a veces pienso si nuestros compañeros son tan puros como dicen ser. Todavía me acuerdo... tú estabas, por cierto... cuando apedreamos a ese insolente joven, Esteban”.
“Allí estaba”, recordó Saulo. En su mente se dibujó la vieja escena. El, Saulo, un muchacho joven y sabio, aprobando la muerte de un hombre blasfemo.
“Mucho he pensado sobre el asunto”, continuó Tobías. “Creía yo que había que arrestarlo, pero la gente estaba realmente furiosa... no sé quién empezó, quién siguió, pero... llegó un momento en que una rabia me invadió, y como todos en el tumulto, sólo quería matar a ese insolente. Pero Saulo, no era él solo...”
“No te comprendo...”
Tobías suspiró, la mirada fija en el suelo. “En esos días la amargura me invadía el corazón. Había visto a los romanos, como siempre, abusar de nuestro pueblo, y aún hermanos nuestros vendernos miserablemente. ¿Te acuerdas de Naum, el de Betsedá, el hijo del tinajero? Fue crucificado, muchacho inocente... ¡Roma, Roma perversa, Babilonia! Creo que apedreaba… no al muchacho Esteban, sino a Roma”. El viejo alzó los ojos. “¡Saulo! Te digo que yo nunca supe exactamente qué era lo que predicaba aquel muchacho… no supe por qué cogí aquellas piedras…”.
“Pero”, dijo Saulo con sorpresa, “tú aprobaste esa muerte”.
“Lo sé... No, no lo sé... Todos la aprobaron. Y era como si estuviera poseído, y no podía escandalizarlos poniendo en duda las piedras que iban a arrojar. Tenía miedo, tenía ira. Y de esos todos, algunos son los que te acompañan a Damasco. Saulo: me dan miedo… Tú me das miedo”.
Saulo no respondió. También había tenido oportunidad de ver cómo algunos de sus compañeros, envueltos en celo fervoroso, parecían encenderse en gloria cuando tenían oportunidad de maltratar, o incluso de matar, a esos seguidores del Camino. Esto le causaba inquietud.
“Me voy. Tengo cosas que pensar”, dijo Saulo, poniéndose de pié, sintiendo en el paladar como una piedrecilla que le dificultara el habla.
Tobías lo miró. “Cuídate”, le dijo. “Al salir, ten cuidado con las gradas, no sea que te tropieces”.
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