Gemía, revolcándose sobre su cama. La evidencia corporal apunta a un sueño inquieto, del cual ni el cronista ni el evangelista pueden decir una palabra cierta, aunque sea cierto.
“¿Qué sueñas Jesús, corderillo mío?”, podría haber dicho María, si ella no estuviera ya muerta, y aún podría consolarlo y Jesús abrazarse llorando a su regazo si no tuviéramos miedo que personajes tan egregios mostraran sentimientos tan comunes –rayando incluso en la cursilería– de humanidad que puedan atentar, de algún modo u otro, con la dignidad realzada que le han otorgado las culturas a través del tiempo, que solo admiten el lloro femenino ante el próximo cadáver, y esto como simple simulación de lo que ya no será cadáver, y la magnífica tranquilidad de un hombre ya ajeno al dolor, que en cada latigazo y golpe conserva su sobrehumana entereza, ejemplo último de humanidad. ¡Ay!, estaba escrito, ¡Ay!, estaba escrito, ¡Ay!, estaba escrito, ¡Ay!, está cumplido: inclinó la cabeza y entregó (con absoluta mansedumbre, como alguna fea monjita del tiempo colonial) el espíritu.
“Tengo un sueño horrible, mamá”, podría haber respondido Jesús, pero esa respuesta, si tal nos gustara, quizás no sea la más adecuada. Con facilidad podría el lector sospechar que, en sus sueños, el niño Jesús se aterra de la gente soldadesca que se acerca a Nazaret, se aterra que entre ellos venga su padre, espada desnuda, y ya no hablaría el sueño que sospecha sino el sueño que soñó Saramago, que no por ser sueño deja de ser menos cierto.
¿Qué sueño, pues, que sueño le agita tanto? ¿Escritura, o sueño? ¿Es sueño?
Redoblan los tambores con furia. En la cruz gimotea un hombre desnudo, por completo, y el viento del Oeste agita ya en cercanías sus futuras vestiduras gloriosas. El hombre está gritando: a pesar de sus salvajes alaridos, ya otras voces se acercan, como ratas carroñeras, a modular su estentórea voz. Ifigenia se arrastra por el suelo, amordazada y con los ojos abiertos de pánico, como queriendo prestarle las imprecaciones que lanza contra su padre, pero el prudente Agamenón ha sacado de su corazón a Ifigenia para que calle y module una nueva voz de acatamiento al padre que denigre a la madre tachándola de loca. A prudente distancia observa Abrahán, acariciando el mango del cuchillo y cuidando la leña que su ignorante hijo le ha alcanzado. Con impaciencia y mirando las horas en su Casio F-91w, un amable obsequio de la maquinaria industrial que fundarán, Anselmo de Canterbury y Bernardo de Claraval alistan sus plumas, que gustosamente ha prestado el beato Wojtila. Weber enciende un cigarrillo, y mira para otro lado, como ignorando lo evidente. Popper cree adivinar un nuevo motivo para la excitación continua de Occidente. ¡Muy complicado, muy complicado!, opina Lebow, quien sugiere una dosis masiva pero siempre insatisfactoria de Colgate-Palmolive, Mc Donals, Generals Motors, Nestlé y otras muy variadas chucherías para que empiece la función…
Jesús despierta. Está aterrado, y lo peor, no ha entendido nada de lo que ha soñado.
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