Jesús, el Cristo, abrió los ojos y se encontró frente al mar. Inmenso, con un color ceniza que se encrespaba con lentitud hacia bermejo con la luz que rebotaba en sus pequeñas olas, impulsadas por un débil viento que sacudía sus cabellos. Inabarcable, estando ahí, quizás como siempre había estado durante tantos años y años, guardando secretos olvidados de todos los hombres y mujeres que alguna vez posaron en sus orillas, como él ahora, sentado y desnudo, mirando lo que nunca será visto.
Se reflejaba en sus ojos el rumor de mareas y pesares, fija la mirada en cualquier punto, que en todos se sentía el pesado tiempo. Habría venido de ese mar también, como todos, madre primordial que a todos clamaba con su hechizo, canto oscuro de abismos que habían emergido, arrojándose a la vida. Aquel mar de tanto mar, y quizás (¿quizás él?) deseaba que fuera por un momento fuente estancada y clara, sobre la cual inclinarse para reconocer su rostro. Tanto le habían pintado e imaginado que se pensaría un tanto desdibujado. Así ahora, sus cabellos suaves y sueltos y del color del sol, alto, de mirada serena y rostro proporcionado, porque siendo Hijo para quienes lo habían entronizado en el altar que jamás soñó, tenía que ser lo más bello. Tan fuerte era lo que le imponían, que ya no veían esas ropas sucias y miserables que fue, vestida de su piel morena y nariz grande, en la querida y violenta y recordada Galilea, transitando allí macerado por el duro sol y los fríos cortantes de invierno. Otras capas le asignaron, nadie quiso dejarlo desnudo en su última soledad, y cada deseo, cada esperanza, cada perversión, lo fue arropando: un día amaneció revolucionario centroamericano o soldado de la república; otro, sostuvo a una madre de seno desgarrado en sangre, o golpeó con su severo rostro hasta sacarle los dientes al enemigo; algunas mañanas entraba en su maltratada burra a Jerusalén, o en su hermoso caballo también Pantócrator, y Mendigo luego Hacendado, y tantos rostros que ya no sabía cuál era el suyo, y el mar, siempre el mar ahí, tranquilo, sin tormenta.
Pasaban, deslizándose con suavidad, blancas gaviotas. Hubieran podido ser negras, o quizás rojas guacamayas, y el mar río tumultuoso rodeado de jacarandáes y la bullicia del universo, pero no, era el mar y las gaviotas. Estaba ahí, y lo sabía, como hubiera podido estar frente a un abismo, o al borde de una fabulosa ciudad, pero no, estaba ahí, frente al mar. De nuevo, su imagen. Y sabía (¿él?) que era otra fábula, aunque sin saber si era él el que fabulaba o era el fabulado. No importa. Miraba el mar, aunque no podía evitar pensar en su imagen otra vez, que volvía sobre las olas bermejas. Quizás ni siquiera lo habría pensado. Un oscuro y olvidado pueblo de Galilea, un mensaje sensato que para él fue tan elemental empezar a predicar, tan humano y tan cierto, y unos cuantos conflictos. Era previsible que le mataran, pero ni siquiera eso: en medio del tumulto fue arreado y colgado, uno más de tantos, para dar ejemplo. Tan elemental su presencia en aquellos sus amigos, tan elemental su entusiasmo, como elemental el agua que está ahí, sacudiéndose con lentitud pero con una fuerza escondida y paciente. Años, voces, tormentas, multitudes y pequeños grupos que van y vienen, esperanzas y defraudados, vidas que pasan y gira la noria y molinos y máquinas y de pronto como planetas dando vueltas veloces máquinas metálicas y rostros en pantallas y aún le preguntan, y quizás nunca responda del todo. Y el mar ahí, lento.
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